viernes, 27 de marzo de 2020

La región de los Quijos: Una tierra despojada de poderes (1578-1608)


Por Pablo Ospina*

l. TIERRA DE FRONTERA Y ADMINISTRACIÓN ÉTNICA

La moderna etnohistoria ecuatoriana ha establecido el papel central que cumplieron los cacicazgos andinos en la administración colonial. La élite nativa no solo garantizó la legitimidad de los vencedores sino que permitió el funcionamiento práctico de las redes del dominio político español. Era impensable que un pequeño núcleo de funcionarios españoles (incluida la Iglesia) pudiera movilizar para las tareas productivas y para la defensa del orden establecido a una inmensa mayoría étnica distinta, que hablaba otras lenguas complicadas, desconocidas e inservibles, en un terreno inhóspito y abrumadoramente extenso. ¿Dónde encontrarlos si se les ocurría esconderse? La respuesta estuvo en cambiar la pregunta: ¿Quién podía buscarlos si no otros indios?



Mapa de los Quixos o Quijos. Descripción de la Governación de los Quixos. 
Biblioteca Nacional de España. Madrid. 


La historia de la región de Quijos durante la primera época colonial podría definirse como la crónica de un desencuentro. El progresivo alejamiento y la ruptura final entre una élite nativa esquiva y un régimen colonial impotente para la administración étnica. Pero los indios no terminaron victoriosos. El costo de sus formas históricas de resistencia a la dominación colonial fueron el despoblamiento, el exilio y la desestructuración de sus formas políticas de autogobierno. Forzaron las tablas. Quijos fue un territorio de frontera, ni independiente ni sujeto: ambos a la vez. En el largo plazo perdieron incluso su partida porque una retaguardia muy sólida (la sierra) le daba al régimen colonial mayor aliento que el de los débiles cacicazgos selváticos.

Examinaremos la dinámica de una relación compleja que está en el centro de toda comprensión posible de la persistencia de la dominación colonial: la que ligó a la élite nativa y al régimen colonial en una zona de frontera. El estudio se hará a la luz del acontecimiento que marcó su existencia: la rebelión de los "pendes" en 1578.

II. LA REGIÓN

Luego de varias incursiones en 1539 por Gonzalo Díaz de Pineda y luego en 1541-1542, por Gonzalo Pizarro, se fundó una "Gobernación" en 1559. Esta gobernación española de Quijos podría ser ubicada entre los ríos Aguarico, al norte; y Napo, al sur, en los declives orientales de la cordillera de los Andes. Hacia el este probablemente llegaba hasta territorio Omagua, en la confluencia de los ríos Coca y Napo (Landázuri 1989: 21-2). No se trataba únicamente del territorio étnico de los Quijos, pues en el límite norte la gobernación tenía un asentamiento español llamado Alcalá del Río Dorado, que se asentará primero al norte de Baeza, en la zona de La Coca y luego en territorio Cofán. Al sur, fuera del territorio étnico que daría su nombre a la gobernación, fue fundada otra ciudad: Nuestra Señora del Rosario (la futura ciudad de Macas), que en ciertos momentos será considerada parte de Quijos y en otros adquirirá autonomía administrativa. Las otras ciudades españolas de la gobernación serán Baeza, Archidona (al sur) y Ávila (al este) (ver mapa 1).



Mapa 1


El territorio propiamente Quijo estaba ubicado entre los ríos Coca y Napo, sobre todo hacia la cordillera: en la llamada "elevación anticlinal del Napo" (Oberem 1980: 26). Esta zona es producto de los materiales volcánicos arrojados por el Sumaco y el Reventador, cuyo resultado final es un valle accidentado y estrecho que dificulta el acceso a la llanura amazónica: el valle del río Quijos (Terán 1984: 180). Las zonas de mayor densidad parecen ser los cursos superiores y medios de los nos Papallacta, Cosanga, Quijos y el curso alto del río Napo. Es una zona típicamente montano-lluviosa aunque, conforme se eleva la cordillera, la humedad se hace más moderada y el clima se hace más templado. El terreno es irregular y encañonado como dijimos antes y los ríos son los medios de comunicación naturales entre los habitantes de la región, no tanto en virtud de la navegación cuanto por los pasos naturales en medio de un relieve que dificulta el tránsito (en el mapa 1 se señalan también los asentamientos nativos que han podido ser identificados).

Las fuentes distinguen varias "provincias" en el territorio Quijo. Las fundaciones españolas (Baeza, Archidona y Ávila) se superpusieron, aparentemente, a una división regional de origen prehispánico. En la zona de Baeza se distinguían tres "provincias": "Hatunquijos", al oeste, en la zona más alta; "la Coca", al norte y noreste; y "Cosanga" al sur de Baeza, en el camino a Archidona. En Ávila, a su vez, se distinguen dos "provincias": "Sumaco" en los alrededores del volcán y probablemente en una zona más alta; y "la Canela", al este, donde existía la mayor concentración del preciado árbol. Archidona es tratada como una sola "provincia". Cada una de estas regiones albergaba a su vez varios cacicazgos. La "provincia" no era, entonces, una unidad política. ¿Tal vez se trataba de zonas con cierta unidad cultural?; por ejemplo, cada una con un tipo de lengua o dialecto particular. Otra posibilidad es la existencia de especializaciones económicas entre las regiones étnicas: una zona especializada en la producción de coca (norte de Baeza), otra en la producción de canela (al este de Ávila), otra en el oro y el algodón (Archidona) y otra dedicada al intercambio con Quito (oeste de Baeza).


III. LA REBELIÓN


(...) un buen día Atlas deja de sostener el peso del cielo y su rebelión conmueve la tierra.

Marguerite Yourcenar
(Memorias de Adriano)


La rebelión de 1578 fue el inicio de un nuevo período para la región. Es probable que desde antes existiera ya un proceso de decadencia debido a la frustración de las enormes expectativas de riqueza que creó entre los conquistadores europeos. Adicionalmente, en el otro lado del sistema, los indígenas sufrieron desde muy temprano exacciones y abusos que provocaron huidas y sublevaciones continuas. Las dificultades de la gobernación eran permanentes y provenientes de ambas orillas del régimen colonial: tanto entre los dominadores como entre los dominados.

Los Quijos comenzaron a rebelarse de forma continua desde 1560. En una de ellas, al menos, Sancho Hacho contribuyó para la pacificación (Probanza 1989: 196). Es probable que la razón fuera el abuso de los encomenderos y funcionarios coloniales (Ortiguera 1989: 371). Salazar de Villasante (1965: 139), por ejemplo, atribuye a Melchor Vásquez de Ávila toda suerte de malos tratos y vejaciones a los indígenas. No sería raro que la ausencia de tasa tributaria hasta mediados de los años 1570 fuera también una causa de abusos de parte de los encomenderos de la zona. Landázuri (1989: 16) también sugiere que el "sistema de regalos" inaugurado por Gil Ramírez Dávalos generó entre los indios expectativas que se vieron rápidamente frustradas dado que los siguientes gobernadores no continuaron la práctica. El malestar no se hizo esperar[1].






Los caciques habían extendido su autoridad mediante el control de las redes de circulación de bienes y el monopolio de la guerra. 
Puente sobre el río Maspa (Napo). Dibujo de Vignal. Grabado. Revista Le Tour du Monde. Tomo XLVI. Pág. 235. París,1883.


Como ocasión inmediata de la revuelta, todos los testimonios concuerdan en atribuir a la visita del oidor de la Audiencia, Diego de Ortegón, un papel relevante. No solamente debido a sus excesos personales, sino a la gran cantidad de multas y sanciones que impuso a los encomenderos y que éstos trasladaron a los indígenas (cfr. a título de ejemplo, lo que dicen Zúñiga 1987: 127-8; y Ortiguera 1989: 360 y 376-7). Ortegón cometió otro error: suprimió los perros propiedad de los encomenderos. Estos animales mantenían el "orden" pues eran los "domesticadores" de los indios según lo atestigua Toribio de Ortiguera 0989: 360).

El levantamiento comenzó en Ávila y se extendió rápidamente a toda la gobernación. Las ciudades de Ávila y Archidona fueron saqueadas, incendiadas, sus "árboles de Castilla" arrancados y sus habitantes blancos y mestizos, asesinados. Baeza pudo resistir hasta que llegaron los refuerzos desde Quito al mando de Rodrigo Núñez de Bonilla (hijo). Aparentemente, como veremos luego, el pacificador optó por el mecanismo del perdón (Ortiguera 1989: 375) y solamente castigó a los principales cabecillas del episodio que fueron llevados a Quito, procesados y ejecutados (Ortiguera 1989 cap. LX).

Las figuras dirigentes de la rebelión serán los dos personajes que estructuraban, en una compleja trama, las formas del poder en Quijos: pendes y caciques. El compromiso decidido de la élite nativa en la rebelión de 1578 marcará toda la historia posterior de la región. Los caciques habían extendido su autoridad mediante el control de las redes de circulación de bienes y el monopolio de la guerra, que en las sociedades amazónicas jugaba el rol de cohesionar al grupo y proporcionar fuentes adicionales de poder mágico[2].

Los Pendes son los "brujos". La calidad de Pende significaba una serie de poderes. Control de las lluvias yaguas (Guami amenaza con inundar las sementeras de aquellos que no acudiesen a la lucha contra los españoles; Ortiguera 1989: 362 y 378). Poder de convertir las sementeras en sapos y víboras ponzoñosas (Beto: Ortiguera 1989: 370-1). Poder de dar la vida, quitarla y resucitar a los muertos (Imbate: Ortiguera 1989: 362, 363 Y 368; Beto: Ortiguera 1989: 370).Todos estos poderes son invocados para confirmar la legitimidad y autoridad de sus propietarios. Ellos obligan a los caciques a obedecer, incluso en zonas alejadas y ajenas a la explotación del sistema colonial español (Ortiguera 1989: 377-9). Sin embargo, los criterios de legitimidad no parecen haber sido muy claros. Como bien señala Muratorio (1982: 56), los pendes no solamente luchaban contra los españoles, sino también entre ellos. En la disputa por el cargo de conductor del levantamiento, Guami invoca como razón el hecho de ser más joven y apto para la guerra. Beto, en cambio, arguye ser el más viejo. Imbate también aduce su edad y experiencia para escoger lo que más conviene (Ortiguera 1989: 362). Para solucionar el dilema debió recurrirse a la suerte, es decir, a la decisión divina. La responsabilidad recayó sobre Guami.




Ser un Pende o brujo significaba una serie de poderes -sobre las lluvias, sobre animales, vida y muerte-, invocados para confirmar la legitimidad y autoridad de sus propietarios. Ellos obligan a los caciques a obedecer. 
Indios de Papallacta en presencia de una serpiente (Napo). Dibujo de Vignal, según croquis de Wiener. Grabado. Revista Le Tour du Monde. Tomo XLVI. Pág. 239. París,1883.  


En síntesis, los Pendes tuvieron una influencia que supera aquella de los dispersos cacicazgos Quijos. Ellos pueden hacer perentorios llamados a diversos caciques en extensas zonas. Sin embargo no pueden prescindir de su autoridad. La condición de Pende no estaba necesariamente asociada a la de cacique, pero tampoco estaban absolutamente desligados. El poder podía acumularse. Tal vez Guami y Beto podían conducir personalmente la guerra (y los ritos que la acompañaban como la repartición de "los despojos" y los ayunos de festejo) porque eran también caciques. Sin embargo, es por su condición de pendes que los otros caciques acuden a su llamado. Una y otra función se organizan en una difícil trama que aún no es posible desentrañar con la documentación disponible. Queda presente, sin embargo, una relación ambivalente entre caciques y pendes, donde la influencia cultural de los últimos trasciende las fronteras políticas de los primeros. Un indicio de la mayor extensión de la autoridad shamánica es que mientras no se mencionan estructuras políticas comunes a todas las regiones del territorio étnico, las "ydolatrías" (es decir la religión y sus ritos) son reconocidas como idénticas (Ortegón 1973: 23-4).

Los Pendes Guami e Imbate (en Ávila); y Beto (en Archidona) dirigieron personalmente las operaciones militares de destrucción de las dos ciudades. En Ávila, Jumandi (cacique poderoso pero no Pende), se limitó a cercar la población e impedir la huida de los españoles. Sin embargo, para la conducción del sitio de Baeza, sin duda el más complejo y difícil, Guami (que había protagonizado una dura disputa con Beto por el mando general) no dudó en ceder la conducción a Jumandi (Ortiguera 1989: 373).

La religión y la revuelta

La primera constatación parece obvia: la actitud indígena durante la sublevación es reveladora de una fuerte tendencia nativista antiespañola. Aparentemente, se busca la total eliminación no solamente física sino también simbólica del poder colonial. Es preciso eliminar a los españoles para que no vengan otros a colonizar de nuevo la tierra. Los dirigentes del alzamiento aseguran que el aumento de la población blanca y forastera implicará el aumento de los trabajos obligatorios (Ortiguera 1989: 371). Por ello no podía permitirse la sobrevivencia de las mujeres o los niños. El carácter nativista del episodio fue tan acentuado que incluso los indios de servicio (“los criados”) no nativos fueron eliminados (Ortiguera 1989: 364 y 369).

Blanca Muratorio (1982: 55) plantea la interesante hipótesis de que ese rechazo a las creencias religiosas de los españoles fue motivada por el temor de los pendes a la evangelización y a su constitución en una eventual amenaza para su poder. La reivindicación del Dios de los cristianos por parte de los pendes habría sido, según la misma autora, una forma de apropiación del poder de los blancos: el cristianismo era una fuente adicional de poder mágico. En ese sentido, la rebelión debería interpretarse como una reafirmación de los valores tradicionales (Muratorio 1982: 56).

La tesis tiene una ventaja adicional: nos permite hacer una lectura histórica, es decir, fijar los límites de la cronología y entender la coyuntura que motivó la sublevación. En efecto, si bien la dominación colonial y la explotación de los encomenderos son datos importantes para entender el estallido, son insuficientes para establecer las razones de que haya sucedido precisamente en ese momento y no en otro.




Matrimonio de una pareja Yumbo en Archidona (Napo). Grabado. Dibujo de Vignal, según un croquis de Wiener. Revista Le Tour du Munde. Tomo XLVI. Pág. 241. París, 1883.


En efecto, con Diego de Ortegón se instalaron de manera definitiva los dominicos y les fueron asignadas las doctrinas correspondientes. Cuando el oidor visitó la región de Quijos, a fines de 1576, no encontró organizadas las doctrinas. Se entregó, pues, a la tarea de hacerlo: en Baeza entró con el dominicano Hemando Téllez y cuatro frailes más. Dejó establecidas tres doctrinas y pobló la casa de los dominicos de la ciudad (Ortegón 1973: 17-8). También en Ávila y Archidona, donde “no a avido dotrina sino es el cura del pueblo yo dexe al presente hordenando una dotrina de lo más comarcano para el pueblo que lo dotrine el vicario” (Ibid.: 26-7 y 22-3).

Antes de esta organización, la presencia de la Iglesia parece haberse concentrado en las ciudades españolas y sus alrededores inmediatos. Gil Ramírez Dávalos asignó ya en 1559 cuatro solares para el Convento de Santo Domingo (Vargas 1942: 59). Recién en 1566 Sancho Paz y Miño, alcalde ordinario de Baeza, había pedido a los dominicos de Quito que fundaran un monasterio en la ciudad. Aparentemente desde esa fecha hasta la visita de Ortegón (10 años), las casas del Convento (llamado Nuestra Señora del Rosario) estuvieron vacías o al menos muy descuidadas (Vargas 1942: 60). Por ello, cuando la iglesia católica se organizó definitivamente, la amenaza política y religiosa se hizo patente para los brujos locales. La reacción fue tanto más violenta cuanto mayor era la influencia de los religiosos. Proponemos que esta coyuntura, marcada por la presencia definitiva de la Iglesia, explica parcialmente dos de los principales aspectos de la rebelión: la actitud protagónica de los pendes, principales afectados por la presencia católica; y el espíritu nativista que animó la sublevación.



Gil Ramírez Dávalos. Óleo de Abraham Sarmiento (1922).


Es necesario, en ese sentido, matizar la afirmación de Muratorio, de que el carácter nativista de la sublevación fue una expresión de la superficialidad de la evangelización entre los Quijos. Evidentemente, dicha tarea compartía las limitaciones de toda la cristianización colonial y también toda su ambigüedad. No obstante, siguiendo su mismo argumento anterior, la competencia de la religión cristiana debió ser lo suficientemente grande y preocupante en esa época como para que los pendes vieran en peligro su autoridad.

Aunque el testimonio no es muy objetivo, un documento de 1559, relativo a la fundación de Baeza por Gil Ramírez Dávalos, relata que un indígena se acercó y exigió imágenes de Nuestra Señora de Rosario para colocarlas en su tierra. Este indígena, un cacique de la zona de la coca, aseguraba que su padre y su madre habían sido cristianos desde el tiempo en que pasó Gaspar de Carvajal en la expedición de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana (citado por Vargas 1942: 49-50). El testimonio puede no ser muy sincero debido al interés de asegurar la fundación española, sin embargo, puede tener un asidero lo suficientemente seguro como para pensar en una difusión relativamente rápida de la nueva religión. Al menos de manera lo suficientemente profunda como para preocupar, hacia fines de 1578, a los brujos locales.

Pero la difusión del cristianismo es insuficiente por sí sola para explicar la dinámica regional de la rebelión. Para afirmar esta idea y fijar sus límites, podemos utilizar los datos sobre el número de bautizos a inicios de 1577 (gráfico 1). Ortegón (1973) utiliza, con toda seguridad, el bautizo para distinguir a los infieles de los cristianos. El criterio debe ser tomado con precaución pero ciertamente es un interesante indicador a falta de otros testimonios. Baeza, Ávila y Archidona sienten, en ese orden de importancia, la influencia de la nueva religión. Igual cosa ocurre con los “muchachos y muchachas”, donde se nota un índice más alto de bautizos (72,6% de bautizados entre hombres y mujeres en toda la región). 


Lo importante a tomar en cuenta, para nuestros propósitos, es que las zonas menos bautizadas no son necesariamente las que tuvieron mayor participación en la revuelta ni las que ofrecieron mayor resistencia a la pacificación. Ávila, puntal de la rebelión, es ciertamente menos “cristiana” que Baeza, pero no más que Archidona. La zona de la Coca también resistió duramente a los españoles a pesar de encontrarse en una tierra más proclive a aceptar su religión. En síntesis, el “mapa” de la distribución de la influencia católica no coincide necesariamente con el “mapa” de la distribución de la rebelión. La correspondencia entre nativismo, rebelión y debilidad de la evangelización no es perfecta. Para entender este comportamiento regional diferenciado resulta útil estudiar en detalle el proceso de pacificación de la zona.

Una lectura de la revuelta: las diferencias regionales

Una vez conocido en Quito el ataque contra Ávila, Rodrigo Núñez de Bonilla organizó un batallón de pacificación con 70 soldados españoles. Gracias a un legajo de varios documentos confeccionados entre 1578 y 1583, sabemos que junto a los españoles se desplazaron 200 indios de los pueblos de Cayambe y Oyacachi al mando de Hierónimo Puento, cacique de Cayambe (Puento 1981: 444-5). 

Aunque estos indios tuvieron aparentemente una actuación relevante en la batalla de Cito (o Yacho) oficiando de centinelas, en realidad lo fundamental de su labor se refería más bien a trabajos de apoyo: cargar la leña y alimentar las tropas. También se ocupaban de hacer puentes para el paso de los soldados: en síntesis, eso que hoy llamaríamos apoyo logístico. Adicionalmente, trabajaron en la reconstrucción de las ciudades de Ávila y Archidona hasta mayo de 1579 en que el cacique serrano y, presumiblemente, sus sujetos, fueron autorizados para regresar a Quito (Puento 1981: 443, 450, 452, 455-6, 458, 460 y 467-90).

Al mando de ese contingente de españoles e indios, Rodrigo Núñez de Bonilla se dirigió a la ciudad de Baeza. Llegó el 23 de diciembre de 1578, justo cuando los Quijos se disponían a lanzar un nuevo y definitivo ataque. Baeza había resistido por varios días a costa de la muerte de muchos de los indios de servicio de los españoles (Probança 1989: 297-8). Núñez de Bonilla envió 29 hombres a la zona de la Coca. Allí se desarrolló una dura batalla de más de seis horas que costó varios hombres al bando pacificador. Gracias al oportuno auxilio de Bonilla se impidió la debacle.




El cacique Jumandi. Monumento a su memoria en la ciudad de Tena. 
Foto: Diario El Telégrafo.


Los indígenas intentaron un nuevo ataque contra Baeza, pero fueron repelidos por las tropas españolas. La situación era más difícil de lo imaginado. Fue preciso pedir refuerzos a Quito: cien soldados españoles más y un número indeterminado de indios. Con estas nuevas tropas Núñez de Bonilla partió hacia Ávila, centro de la rebelión. Fue recibido en Bombuy, a ocho leguas de la ciudad española. La batalla se prolongó durante tres horas al pie de una quebrada. Los indígenas se habían negado a abandonar sus posiciones pese a los reiterados intentos del pacificador. Núñez de Bonilla pudo apresar a un hijo y a una hermana de Jumandi. Aparentemente este hecho calmó un poco el ardor de los rebeldes. Sin embargo, poco después, cerca del pueblo de Cito se trabó el que sería el último gran combate de la zona: la batalla de Yacho. Sin embargo, el pacificador debió permanecer en la ciudad de Ávila durante cuatro meses para asegurar el orden, apresar a Jumandi y a los pendes involucrados en la rebelión. Partió entonces hacia Archidona con 40 hombres. No se menciona ninguna batalla de importancia. La táctica utilizada fue la de los regalos. No obstante, debió permanecer entre cinco y seis meses en la zona para garantizar la paz y la refundación de la ciudad.



Rodrigo Núñez de Bonilla partió desde Quito, como "pacificador" de Quijos, junto a 70 soldados españoles y 200 indígenas de Cayambe y Oyacachi que estaban al mando del cacique Hierónimo Puento.


A su vuelta a Baeza encontró nuevamente alzada la zona de la Coca y Senacato. Apresó a dos pendes y a varios caciques. Finalmente, luego de un año de esfuerzos, pudo controlar los últimos brotes de la rebelión (hemos seguido el testimonio de la Probança de Serbiçios de Rodrigo Núñez de Bonilla -hijo- realizada en 1581, cuando los acontecimientos estaban todavía muy frescos. 1989: 296-301 y 316-21)[3].

La dura resistencia militar en las regiones de Ávila y la Coca contrasta con la relativa calma que reinó en Archidona. A nuestro juicio no se debe tan solo a matices en el compromiso de los caciques y pendes de esas zonas. Es también expresión del grado de disparidad existente en la constitución de los sistemas de autogobierno étnico y en la incidencia diferenciada de la dominación colonial. Archidona sufrió mayor impacto debido a la presencia de los lavaderos de oro del río Napo y a la “grangería” del algodón. El proceso de huida hacia la selva la afectó duramente. Sus autoridades nativas y su capacidad de responder organizada y unificadamente, eran menores. Ello prueba, como dijimos antes, que no solamente el grado de evangelización debe ser considerado para explicar la distribución regional de la rebelión.

Es, sin duda, la combinación del progreso acelerado de la nueva fe, del proceso de desconstitución que sufrían las autoridades étnicas nativas y de la fortaleza o debilidad local del régimen colonial y sus aliados, lo que explica la forma, la distribución regional y el contenido de la sublevación. En Baeza se concentraba el poder hispánico, un crecido número de indios forasteros y una mejor difusión del cristianismo. Al mismo tiempo, sin embargo, se concentraban las exacciones de los encomenderos y las obligaciones tributarias de los indígenas; lo más duro de los trabajos de la zona involucraba a estos indígenas, como, por ejemplo, servir de cargadores para abastecer Baeza y mantener el lazo con Quito. En Ávila, por el contrario, se mantenían las autoridades nativas.

El asunto merece una reflexión. Todo parece indicar que los cacicazgos de Baeza eran los más importantes en la época prehispánica: allí se encontraba el mercado, eran más densamente poblados, allí se asentaron los primeros encomenderos y la capital de la administración colonial. Sin embargo, para 1578, los cacicazgos de Ávila aparecen como los más estructurados y poderosos. ¿Acaso mejor adaptados y provistos para resistir los embates coloniales por su desarrollo relativamente mayor de la agricultura? Ávila también fue la plaza fuerte de la rebelión. Jumandi era cacique en la zona. Este hecho respondería, en nuestra opinión, al proceso de desestructuración cacical que supuso la implantación del régimen colonial; Baeza sentía más directamente el peso del nuevo régimen, de sus estructuras administrativas y del sistema deja encomienda. Todo ello atentó finalmente contra la fortaleza política de sus cacicazgos. El grado de sujeción a la colonia pudo ser la medida de su decadencia.

Una lectura de la pacificación: el rol de la sierra

¿Cuáles fueron los peligros de la rebelión? Al margen de la pacificación militar de la región, los administradores coloniales recelaban sobre todo un “contagio” de la rebeldía de los indios amazónicos en la sierra, pues ello podía resultar peligroso para la estabilidad del régimen. La rebelión desnudó los temores de los blancos. Pero este temor y desconfianza tiene un origen mucho más temprano de lo que podría imaginarse inicialmente. En 1539, Gonzalo Díaz de Pineda, que preparaba en esos momentos su segunda entrada a Quijos, justificaba ante el Cabildo quiteño el gran número de nativos enrolados para su expedición con el argumento de que era necesario “escarmentar” a los indios rebeldes “a fin de que no cunda el mal ejemplo en los pueblos de paz” (en Herrera 1916: 19-20). También será señalado por un testigo de la Información de 1559 (1989: 60).

En esa misma Información de Gil Ramírez Dávalos, los testigos manifiestan toda su inseguridad respecto de la pacificación de los indios Quijos: hay que mantenerlos contentos con regalos y sin la sombra de un abuso porque de lo contrario se corre el riesgo de un alzamiento con la consiguiente ruina y muerte de los españoles. Los testigos aseguran que el mérito de Ramírez Dávalos es, precisamente, el de ser apreciado por los indígenas dado el buen trato que mantiene con ellos (Información 1989: 46 y 47; también 51-2 y 57). Acorralados en medio de la inestabilidad y la incertidumbre, los españoles vivirán recelando continuamente alguna “traición”. El gran miedo frente al levantamiento de 1578 era, justamente, un complot entre los indios selváticos y los de Quito. Ese fue uno de los cargos contra Jumandi, líder de la rebelión de los Quijos (Landázuri 1989: 19-20; cfr. también Zúñiga 1987: 128 y Ortiguera 1989: 359).





Yumbos del pueblo de Tena, pescando en el río del mismo nombre (Napo). Dibujo de Vignal, según un croquis de Wiener. Revista Le Tour du Munde. Tomo XLVI. Pág. 245. París, 1883. 


Los españoles estaban, pues, completamente convencidos de la existencia de una conspiración general en 1578. La Audiencia de Quito movilizó para la defensa a todos sus aliados serranos: las dinastías indígenas más poderosas e influyentes participaron directamente en el episodio. Para la pacificación militar de Quijos hicieron su “entrada” Hierónimo Puento, cacique de Cayambe (Puento 1981); Sancho Hacho de Velasco, cacique de Latacunga y hombre influyente entre los Quijos; y Gonzalo Hati, hijo de Alonso Hati, cacique de San Miguel (actual Salcedo), que murió en el viaje de regreso de la misión (Powers 1991: 34). Para la defensa de la retaguardia, Francisco Auqui, su hijo Alonso, y el padre Diego Lobato de Sosa, fueron enviados a Riobamba, Cuenca y Loja para impedir cualquier eco de la rebelión amazónica. Francisco Auqui era hijo de Atahualpa y el más conspicuo de los miembros de la nobleza indígena de la Audiencia de Quito. Diego Lobato era un clérigo mestizo de enorme influencia sobre los mismos indígenas por ser hijo de Isabel Yarucpalla, esposa de Atahualpa. El Auqui confiscó caballos, armas y apresó a varios caciques supuestamente involucrados en el levantamiento (Oberem 1981: 187-8 y 190). Los contactos de los Quijos habrían llegado hasta territorio cañari y palta ¿Pánico o realidad?

Para inicios del XVII, la certeza del peligro era absoluta para los españoles. Fray Reginaldo de Lizárraga, dominico bien informado que escribió una crónica sobre sus viajes por Suramérica, refiere una anécdota que explica las evidencias sobre las que se basaban las certezas de los blancos:

Para el servicio de las ciudades hay señalados indios que reparten tantos en número como jornaleros, porque sin esto no se podrían sustentar las ciudades; señálaseles   por cada día un tanto por su trabajo, que se les paga infaliblemente; estos indios repártense por los repartimientos, rata por cantidad, y vienen a sus tiempos algunos curacas de los menos principales, a los cuales si algunos de los indios jornaleros faltan o se huyen (no los pueden tener atados), les echan los corregidores o los alcaldes en la cárcel y a veces azotan y trasquilan (si es bien hecho o malo esto, no me entremeto en ello); sucedió que a uno de estos curacas le faltaron o se le huyeron parte de los que había de dar, la justicia envi61e a llamar con un indio lengua (intérprete); trújole; el pobre curaca veníase afligiendo, temiendo los azotes y cárcel; el indio lengua que le llevaba preso y sabía del alzamiento, consolóle diciendo. No tengas pena, que para tal día nos hemos de alzar y matar a todos estos españoles y quedaremos libres, y los Quijos han de hacer lo mismo; sucedió (Nuestro Señor lo ordenó así) que iban en pos de los indios acaso dos españoles, a los cuales no vieron los indios; oyeron y entendieron lo que el indio lengua dijo; callaron su boca y fueron siguiendo los indios; llegados delante de la justicia declararon lo que oyeron; la justicia prende al indio, pónela a cuestión de tormento, declaró la verdad y los conjurados; hicieron justicia de algunos; a los Quijos no pudieron avisar por ser corto el tiempo, los Quijos no sabiendo lo que pasaba en Quito, y entendiendo que no faltarían, alzáronse el día señalado y hicieron el daño que hemos dicho. Pero castigáronlos y el día de hoy sirven pacíficos como antes (Lizárraga 1960: 454).

No podemos comprobar si la anécdota es cierta o no a causa de la falta de documentos contemporáneos que la corroboren. No olvidemos que Lizárraga escribió su crónica varias décadas después de ocurrido el alzamiento. Parece poco probable una confabulación tan estructurada y organizada como la que el cronista imagina. Sin embargo, si como afirma Powers (1987: 117) los Quijos huyeron hacia Quito entre 1563 y 1578, resulta plausible un acuerdo entre los migrantes y sus coterráneos. En todo caso, es importante anotar la absoluta certeza que los españoles tuvieron del hecho. En ese sentido resulta revelador el testimonio discordante de Zúñiga (1987: 128) que en 1579 desestimó la existencia de cualquier intento real de sublevación. Para el religioso franciscano los indios de Quito permanecieron tranquilos durante la crisis. Lizárraga escribe 30 años después del acontecimiento y Zúñiga al año: el miedo se reforzó con el tiempo.

Diversos testimonios aseguran, sin embargo, que una vez conocida la destrucción de Ávila, los vecinos de Quito se pusieron en guardia. Organizaron la defensa de la ciudad y prepararon la vigilancia. La alarma fue general, como cuando se sabe, a ciencia cierta, que la plaza está rodeada por el enemigo (Probança 1989: 296, 312 y 315-6).

Los rumores tan persistentes de alzamiento tienen que ver, a nuestro entender, con la época y el contexto general en el que se enmarca el acontecimiento. Hacía tan solo cinco años que Túpac Amaru había sido sometido en Vilcabamba y ejecutado. Adicionalmente, la agresiva política de reducciones del virrey Francisco de Toledo provocaba resistencias y malestares entre los indígenas. Era una coyuntura de cierta tensión en las relaciones interétnicas. En el fondo, se disputó la batalla decisiva que terminó por afianzar el régimen colonial. En esas circunstancias el rumor de una rebelión generalizada fue fácilmente aceptado: era necesariamente tenido por verosímil[4].

Los españoles temían, pues, incesantemente no solo el estallido de las rebeliones sino también todos los contactos entre uno y otro frente: entre la vanguardia de su tarea conquistadora y la retaguardia, supuestamente controlada. Era necesario cortar cualquier lazo posible o remoto entre los dos contextos. Era, en todo caso, evidente que la seguridad de la retaguardia garantizaba la salvación de la frontera: es solo el poder de Quito y la concentración de su autoridad la que permitió mantener a Quijos dentro del sistema colonial. Quito estaba lejos, pero tanto los encomenderos como los nativos rebeldes sabían que existía y que podía hacerse presente cuando fuera necesario. La presencia de esa sólida retaguardia, la colaboración que prestaban los indígenas serranos, transformó todo intento de independizarse de la colonia en una aventura necesariamente incompleta.




Adicionalmente, los andinos de las tierras altas tenían ya iniciado su proceso de deslegitimación de los pueblos amazónicos. Los Incas los habían transformado en salvajes (cfr. Renard-Casevitz y Saignes 1988 cap. 11: 43-53). Pudo usarse también el secular temor serrano a los poderes mágicos de los brujos selváticos. Se buscó profundizar el aislamiento de la región. Había que infundir miedo frente a los habitantes sanguinarios de esas comarcas. Magnificar cualquier rasgo de crueldad que pudiera servir al propósito de impedir las relaciones. Es uno de los papeles que jugaron los múltiples relatos sobre infanticidios o antropofagia (relatos que no eran, por lo demás, necesariamente falsos). En el fondo, lo que se buscaba era acentuar culturalmente la densa barrera natural existente hasta hacerla impenetrable.

La promoción de este alejamiento fue una táctica ordenada por las características de las zonas de frontera: allí era posible recoger la tradición de extrañamiento y fomentar las separaciones. Pero fue también una actitud “espontánea” nacida de la obstinación de la naturaleza y de los propios pueblos amazónicos. El fracaso de los colonizadores y la imposibilidad de organizar una sociedad “civilizada” a la manera occidental, terminó por acentuar el convencimiento colonial de que los pueblos de la Amazonía no tenían salvación. No era posible guardarles ningún puesto en la tierra prometida. La frustración por la conquista insatisfecha, por las riquezas jamás halladas y por la imposibilidad de articular la región a la economía dominante, terminará por sumarse a la voluntad política de cortar los contactos con los pueblos andinos.

Hagamos una síntesis que nos permita entender el distanciamiento que se operó entre los dominados: por un lado, la tradición andina de distanciamiento y evasión, mezcla de temor y desconocimiento, de frustración y relaciones fragmentadas. Por otro, la opción política española para cortar toda posibilidad de “contagio rebelde” en las zonas altas. Finalmente, la visión colonizadora del otro, marcada por el fracaso del proyecto colonial y la terca resistencia de los pueblos amazónicos. Estas tres realidades terminaban por llevar al mismo sitio: el aislamiento y el abandono. La retirada tomará rumbos distintos, como veremos. Entre los dominados se buscará la fuga hacia la periferia del régimen colonial, es decir, internarse en la selva. Entre los dominadores el camino será precisamente inverso debido a las distintas motivaciones que los animaban: acercarse al centro social y político de la Real Audiencia. Nos ocuparemos del distanciamiento colonizador y de sus causas más adelante.

La rebelión marcó, en todo caso, la decadencia de la gobernación. Del lado indígena, se reprodujeron las fugas. La reducción de la población es patente (cfr. Gráfico 2). La huida no fue el único motivo. En efecto, el elevadísimo porcentaje de tributarios en relación a la población total hace suponer una alta tasa de mortalidad infantil así como un reducido número de ancianos. Es el cuadro demográfico típico de las zonas donde abundan las epidemias: los primeros en sucumbir son siempre los niños y los viejos. En 1589 se desató una epidemia de viruela que diezmó la población quiteña. Según el Padre Juan de Velasco, los gobiernos de Quijos y Coca resultaron casi completamente destruidos (Herrera 1916: 57; Oberem 1980: 91). Esto también promovía los refugios en la selva para evitar la temida enfermedad. Los colonizadores también la abandonaron y jamás las ciudades destruidas se levantarían de sus ruinas. El régimen colonial debió alejarse.


IV. LA FORMACIÓN DE LA FRONTERA COLONIAL


La frontera indígena

Las respuestas indígenas ante el sistema de dominación fueron, naturalmente, diversas. Luego del fracaso relativo, en el corto plazo, de la rebelión de 1578, prácticamente quedó descartada la que hoy llamaríamos “vía insurreccional”. Varios autores mencionan, sin embargo, un nuevo intento de levantamiento general hacia 1592 (Oberem 1980: 91-4). Ordóñez de Cevallos fue enviado a la pacificación de esta nueva rebelión, donde participó un hijo de Jumandi. Esta rebelión tuvo su epicentro en la zona de la Coca y el cacique de Senacato fue designado, por los otros caciques, como el “general de la guerra”. 




Pedro Ordóñez de Ceballos. Retrato de él en 'Historia y viaje del mundo. Hecho y compuesto por el licenciado Pedro Ordóñez de Ceballos, natural de la insigne ciudad de Jaén'. 
Madrid, Luis Sanchez, 1614.


Las razones del intento están claramente contenidas en las “capitulaciones” (acuerdos-tratados) entre Ordóñez y los caciques de la Coca y Senacato: los indios se quejaban del tributo, de las cargas de víveres, de la obligación de participar en trabajos públicos (la construcción de puentes o el servicio de la ciudad de Baeza), del deber de hospedar a los españoles que pasaban por sus pueblos y de la decisión española de quitarles sus objetos de poder simbólico (sus “blasones”) como eran los “atambores” (usados para comunicarse a la distancia) o los osos, leones y micos que colgaban en sus puertas (Ordóñez de Cevallos 1989: 425-8). En síntesis, un doble propósito: el aligeramiento de las obligaciones coloniales y el reconocimiento de la jerarquía de los mandatarios étnicos con todos los símbolos de su poder. Pero a esta altura la debilidad de las estructuras políticas indígenas y la disminución de la población llevaron al fracaso del intento. De hecho, Ordóñez de Cevallos (1989: 425-31) subraya las “discordias” existentes entre los propios indios, pues si unos abogaban por servir a los españoles, otros pensaban que era necesario matarlos. Faltaba un mando con suficiente autoridad para garantizar una acción sólida. Luego de hacer algunas concesiones y soportar algunas ceremonias “ridículas” por las que el cacique de Senacato abandonaba su puesto de jefe de la guerra, Ordóñez ordenó que prendieran a los caciques mientras se dejaba libre a los indios del común pues “sin cabezas es esta gente muy humilde” (1989: 431. El subrayado es nuestro).

Entre las otras formas de resistencia, varias fuentes mencionan, además, la práctica del infanticidio. Ya en 1577 Ortegón (1973: 20) la observó en Ávila. Lobato (1989: 384) la sigue encontrando en 1595 en Cosanga (región al sur de Baeza) y para 1650 otro testimonio la confirma (Rodríguez Docampo 1965: 29). Parece segura la continuidad de esta dramática forma de resistencia. No poseemos estadísticas, naturalmente, pero con seguridad el impacto social debió ser mucho más importante que el estrictamente demográfico[5].

En la práctica, sin embargo, la más común y generalizada de las formas de resistencia fue la huida hacia la selva. Los funcionarios coloniales escriben y se quejan en repetidas ocasiones sobre estas fuertes migraciones (Testimonio 1617, Miranda 1617, Cárdenas 1625).





Paso de un vado del río Cosanga (Napo). Dibujo de Alexander de Bar, según fotografía y croquis de Wiener. Grabado. Revista Le Tour du Monde. Tomo XLVI, pág. 237. París, 1883.



Karen Powers (1987: 116-7) reproduce un “memorial” de Alonso de Peñafiel, vecino de Quito, que a nombre de los encomenderos de Quijos se queja del flujo incontrolado de indígenas de la zona hacia los repartimientos quiteños. Según Peñafiel los Quijos se sentían atraídos por la fertilidad de la tierra quiteña y trabajaban “como esclavos” de los caciques de Quito. La queja de Peñafiel data de 1569. Recordemos que luego de la salida de Gil Ramírez Dávalos, los Quijos protagonizaron múltiples escaramuzas, levantamientos y resistencias armadas. Aparentemente la huida hacia Quito fue otra salida (cfr. Oberem 1980: 82).

No es posible cuantificar con precisión este movimiento migratorio pero Powers (1987: 117 y 127) sugiere que el notable mantenimiento e incluso aumento de población que experimentó el Valle de los Chillos entre 1559 y 1591 responderla al flujo masivo de indios Quijos y más precisamente de Quijos de Baeza. No sabemos la dinámica exacta de los movimientos migratorios de los Quijos, pero la huida hacia Quito buscaba evadir la dominación de los encomenderos. El cuadro demográfico de 1577 sugiere que la migración no involucró solamente a hombres sino a unidades familiares enteras que lograban integrarse a las comunidades circunquiteñas. Los caciques quiteños lograban así solucionar sus necesidades de brazos, tanto para sus propios requerimientos como para responder a las exigencias coloniales. Es también inverosímil una migración “a ciegas”. Las prolongadas relaciones entre Hatunquijos y Quito debieron favorecer una integración más rápida y completa de los migrantes. Resulta claro, de todas formas, que la huida produjo cambios importantes a nivel de la identidad cultural de la etnia.

En algún momento la dirección de la migración se invirtió. En efecto, diversos testimonios del siglo XVII demuestran una fuga hacia el oriente. Nos inclinamos a pensar que ese momento de cambio debió ocurrir alrededor de 1578, luego de la rebelión. Otra solución plausible es que desde el inicio la huida se diversificara regionalmente: los de Baeza, más relacionados con Quito, escogieron la sierra y el resto, más vinculados a la llanura amazónica, escogieron la selva. En el caso selvático, como en el serrano, la dinámica de las migraciones debió recubrir ciertas condiciones mínimas: conocimiento de la zona, existencia de redes de amistades, familia o contactos políticos previos, etc. Lamentablemente la documentación disponible no nos permite otra cosa que especulaciones de mayor o menor verosimilitud.

Veamos las implicaciones de la huida. La gran mayoría de fugitivos selváticos se dirigió hacia el río Napo. Otros, aparentemente, se asentaron en territorio Cofán (Oberem 1980: 98-9) y en las márgenes del bajo Putumayo. También en el bajo Napo y en territorio Omagua. Un testimonio de 1656 del gobernador de Quijos señala que 40 000 indios antiguamente tributarios de Baeza, Ávila y Archidona, se encuentran en las riberas del Marañón sin ningún misionero ni autoridad civil colonial para velar por la evangelización y el cobro del tributo real (Colección 1946: 617-8). La cifra parece exagerada. Está sin duda motivada en la necesidad de despertar el interés del monarca. Sin embargo, parece claro que el rumor corría entre los colonos e indígenas de Quijos sobre una gran concentración de fugitivos en aquella zona.

La huida de los Quijos (ese “alejamiento de la relación de poder”) puede considerarse una típica respuesta defensiva, que en la tipología de KIeymeyer (1982: 257-65) se asemeja a las “acciones neutralizantes” que logran disminuir la dependencia frente al grupo dominante pero que no producen una ganancia neta de poder de los dominados; es decir, no mejoran su capacidad para manipular las ofensivas del grupo dominante. Obviamente, las tácticas defensivas y las ofensivas no son mutuamente excluyentes pero, en general, pueden  distinguirse como estrategias ofensivas aquellas que implican

una acción básicamente autogenerada, orientada a incrementar o mantener un cierto nivel de poder frente a determinados grupos o individuos; mientras que una estrategia defensiva es aquella orientada principalmente a sobrellevar una gran diferencia de poder con la esperanza de que sus consecuencias negativas inmediatas disminuyan o desaparezcan por completo (Kleymeyer 1982: 255).

Es decir, la resistencia no significó únicamente victorias como en el caso aparente de la huida. Efectivamente, si bien los indígenas no podían ser sometidos una vez confinados en la selva, esa táctica de evasión es probablemente uno de los elementos más importantes para entender la disolución de las estructuras cacicales de gobierno indígena en la zona. La táctica “neutralizante”, en el caso de los cacicazgos Qujjos, no solamente no aumentó su capacidad de maniobra frente al grupo dominante , sino que, a la larga y en términos políticos, significó una disminución de su propio poder.
 
Los cacicazgos Quijos se encontraban, antes de la llegada de los europeos, en un proceso desigual de constitución que los llevaba a desarrollar incipientes jerarquías entre ellos. El proceso fue truncado en pleno desarrollo. La disolución de los patrones de asentamiento, de los núcleos indígenas y su necesaria dispersión para huir de la encomienda terminó por arrastrar en su desagregación a las estructuras políticas que se iban formando. 

Pero junto al efecto “desestructurante” de esta forma de resistencia, el otro elemento central fue el retiro de la legitimidad estatal colonial sobre el cacicazgo de Quijos. Lobato (1989: 385) remarca, por ejemplo, que en el valle de la coca “ay muy pocos curacas y los que ay pagan tributo” (el subrayado es nuestro). Esto significaba el fin del privilegio colonial al cacicazgo. Es decir, la ruptura de cualquier alianza posible entre la élite nativa y el régimen colonial. Aquello que garantizó el funcionamiento de la mediación étnica en la sierra (la colaboración de los caciques) era sencillamente imposible en la gobernación de Quijos. Lobato acusa a los encomenderos de hacer caso omiso de las reglas indígenas de sucesión y de nombrar, pura y llanamente, los caciques que más les convienen. Es decir, la ruptura de otro privilegio que lograba atar el cacicazgo al estado colonial. Recuérdese que incluso se les prohibió usar los símbolos nativos de su jerarquía en tanto mandatarios étnicos (Ordóñez de Cevallos 1989: 425-31). Más tarde, el Conde de Lemus (1989: 408) informa que “los indios no están sugetos a caciques, divídense en setenta y tres parcialidades”.

La participación en la gran rebelión de 1578 también debió contribuir a mermar la confianza que las autoridades coloniales tenían depositada en la lealtad de los caciques Quijos. El intento fallido de 1592 fue el golpe de gracia a los cacicazgos Quijos: Ordóñez prefirió eliminar las “cabezas” de los indios para asegurar el sometimiento. No poseemos evidencia directa al respecto, pero es posible que muchos caciques hayan sido reemplazados por indígenas considerados más seguros y proclives al régimen español. De hecho, la única mención a autoridades indígenas en 1608 corresponde a los “alguaciles” de indios, nombrados por el gobierno español para administrar los asuntos referentes a los indios de las ciudades. Para los pueblerinos y demás comarcanos dispersos, el Gobernador o sus tenientes nombraban Alcaldes de indios. Se trataba de los llamados “varáyuj”, pues portaban la “vara de justicia” (Lemus 1989: 408-9). Sin embargo, incluso este sistema cayó en desgracia en la gobernación oriental. Ya en 1595 Diego Lobato de Sosa (1989: 386) señala que los encomenderos y sus escuderos nombraban como gobernadores y alguaciles a indígenas de Quito. Tal era el carácter irreversible y radical de la ruptura entre la élite nativa de Quijos y el régimen colonial. Y una vez más, ahora en el plano de la política y no en el de la guerra, la fortaleza de la retaguardia (Quito) permite al régimen colonial suplir las falencias de su imposible alianza con los caciques de la vanguardia (Quijos). Quito es, pues, la mejor garantía del sometimiento de Quijos.

En ese marco, el rol de los pendes se hace también confuso. No disponemos de fuentes que nos aclaren sobre sus transformaciones sociales pero, ciertamente, su actuación pública y política se hace menos notoria. Tal vez perdió vigor. Es probable, no obstante, que al contrario de los caciques, no perdieran sus funciones, sino que únicamente se sumieran en el silencio y la clandestinidad[6].

Sería raro, adicionalmente, que en las condiciones de desarticulación general de las sociedades Quijos, la mayoría de los caciques y pendes no hayan tomado también el camino del exilio. El cambio de espacio, de territorio, la dispersión humana y la necesaria confusión entre las diversas comunidades de la etnia debieron impedir a los caciques reorganizar el sistema político previamente existente, incluso alejados del dominio colonial. Era imposible organizar cualquier respuesta estructurada ante las imposiciones. Puede pensarse que, en cierto sentido, los cacicazgos Quijos perdieron su apuesta en 1578. 

Obligados a resistir desde la distancia, los Quijos debieron renunciar a sus formas de gobierno. Lo que ganaron en independencia lo perdieron en cohesión.

La frontera blanca

En realidad, las características de una zona de frontera son ambivalentes y sus resultados necesariamente contradictorios. En Quijos permitieron, por un lado, un cierto éxito a las formas de resistencia indígena (la huida), hacían retroceder el régimen colonial (el retiro progresivo de los encomenderos) y tal vez incluso fortalecían las autoridades étnicas no asimiladas al régimen colonial (los pendes); pero, por otro lado, recrudecían las exacciones de los encomenderos, diluían las instancias de protección al indígena existentes en otras zonas (el estado, sus leyes, funcionarios y la iglesia) y, por lo tanto, aumentaba el poder discrecional de los sectores dominantes locales. Ante la disminución de la población indígena sometida, el control social y la explotación económica sobre aquella que se quedaba en el sitio tenía necesariamente que afianzarse. La merma del poder absoluto de los encomenderos de Quijos se vio traducida en un aumento de su poder relativo. Ello explica que ni siquiera la violencia y fortaleza de la rebelión de 1578 o los compromisos de Ordóñez de Cevallos en 1592 hicieran que mejoraran, en la práctica, las condiciones materiales de vida de los indígenas sometidos y las descripciones de fines de siglo reconozcan en la encomienda un sesgo característico: las exacciones abiertas y desembozadas. Los abusos llegaron a límites inimaginables en los años que tratamos. Lobato (1989: 388) cuenta que algunos encomenderos entregaban como “presente” sus indios encomendados a amigos avencindados en Quito. Pedro Bedón, visitador de la gobernación delegado por el provincial dominicano, escribe en 1598:

La Gobernación de Quijos (...) también cae en el distrito de esta Real Audiencia y aunque es la más cercana usa como las demás en el dicho servicio personal; porque aunque están tasados (los indios) en cierta cantidad de ropa que tejen los naturales y no hay minas en ella, exceden en la tasa los encomenderos notablemente; así por la mucha mano y dominio que tienen en los indios sirviéndose de ellos y de sus mujeres e hijos y ser la gente muy local (... ). Aquí entró a visitar esta gobernación habrá veinte y dos años el licenciado Ortegón, Oidor que fue de esta Audiencia y después acá no ha entrado otro Oidor alguno a visitarla y así se ha hechado de ver bien esta falta de sus muchos exesos. Que certifico a vuestra Magestad en Dios y en mi alma que estos miserables indios Quijos están en servidumbre tan extraña, porque les hacen hilar y tejer perpetuamente sus encomenderos, haciéndoles labrar (demás de la ropa de sus tributos) sobremesas, sobrecamas, pabellones y antepuertas con trabajosísimas y prolijas labores y los tienen tan ocupados en esto tan a la continua y con tanta vejación que parece que en aquella tierra no se acuerdan de Dios ni de otra cosa más que de hilar y tejer (. .. ) y si han de vivir los doctrineros han de ser solicitadores y mayordomos de los encomenderos y de sus pabellones y ropa y contemporizar con elIos, y los malos tratamientos y opresión de estos indios se echa de ver claramente por los muchos que se han muerto y van muriendo cada día (…)(Citado por Vargas 1942: 204-5).

Esta larga cita es ilustrativa del poder concentrado de los encomenderos en una tierra despojada de poderes. Quito está tan lejos que los oidores nunca visitan la gobernación[7]. Remárquese que Bedón es lo suficientemente lúcido como para percibir que no se trata de una distancia física. Quijos se convirtió, en realidad, en una comarca desprovista de interés y, por lo tanto, alejada de las preocupaciones del estado colonial. Ya hemos analizado algunas de las causas culturales y políticas de esta lejanía, más tarde analizaremos algunas de las causas económicas de tal separación.

Los mismos doctrineros son dependientes de los encomenderos. No se trata solamente de una dependencia de facto, sino también de derecho pues los encomenderos tenían la obligación de sostener a los doctrineros, al menos en Archidona (Suárez de Figueroa 1989: 393). El mismo Conde de Lemus (1989: 410) señala que los curas doctrineros de los pueblos

se les da por estipendio trecientos reales de a ocho, y páganle los encomenderos, toman a su cargo tres y quatro pueblos, en los quales habrá trecientos feligreses, que por ser tan corta la renta de las dotrinas, ni se podrían sustentar de otra manera.

Pero esos poderes exacerbados de los encomenderos ocultaban una debilidad de fondo. Su riqueza dependía de un solo producto: el algodón y, sobre todo, de la presencia de indios cada vez más escasos. Para entender esta dependencia que les resultaría fatal es necesario recordar algunas de las funciones económicas de la zona en épocas prehispánicas y su readecuación a la circulación mercantil colonial.

Sabemos que Quijos se especializaba en producir coca, canela, pequeños artefactos de oro y una serie de bienes exóticos (plantas medicinales, curaciones, plumas, colorantes naturales, etc.). La pita es mencionada únicamente en fechas tardías. Así pues, objetos de valor ritual; importantes para la mentalidad y la religiosidad prehispánica pero carentes de interés para el mundo mercantil colonial.





Puente natural sobre el río Osayacu (Napo). Dibujo de Vignal, según croquis de Wiener. 
Grabado. Revista Le Tour du Monde. Tomo XLVI, pág. 236. París, 1883.


Durante un tiempo la coca pudo integrarse a esas redes mercantiles. Pero por causas no estudiadas en profundidad (la ausencia de una economía minera esencialmente), en el territorio de la Audiencia de Quito, los indígenas abandonaron la costumbre de usarla, a diferencia de las actuales regiones del centro y sur andino. Otra diferencia: como señala Zúñiga (1987: 121 y 123) los españoles no asumieron nunca esa “granjería”, al contrario de lo que ocurrió en el Cuzco, y por lo tanto nunca pudieron transformarla en un negocio desligado del control puramente indígena. Es difícil que en el norte del virreinato peruano haya tenido aplicación la Cédula Real de 1560 que prohibía el negocio de la coca entre los españoles pues esta solo se refería a los términos (limites) de las ciudades del Cuzco, La Paz, La Plata y Huánuco (Colección 1935: 77).

La canela de Quijos, que también fue objeto inicial del interés mercantil, rápidamente se convirtió en una pesadilla. Era demasiado difícil explotarla y no pudo dejar de ser un bien de uso medicinal indígena que jamás llegó al mercado europeo en las proporciones deseadas. Caminos más rápidos a la canela de las Indias Orientales permitieron el acceso a una variedad más conocida ya preciada en los mercados europeos.

El oro, que tanto obsesionó a los conquistadores, fue otro fracaso, como ya vimos. Nunca se perdió el interés por encontrar lo que siempre se buscó. En 1680 Agustín de Chávez registra “minas y lavaderos” de oro en una quebrada cercana a Archidona. Está absolutamente convencido de la riqueza del hallazgo y por eso se apresura a legalizar su posesión. No quiere perder el monopolio sobre su explotación y pide indios para labrar las minas (ANH/Q. Serie Minas. Caja 1 (1566-1722). 31/X/1680. ff. 2-2v). La producción, no obstante, siempre fue inferior a la deseada y nunca pudo convertirse en una actividad lo suficientemente lucrativa como para sostener a muchas personas y demasiadas ambiciones. Pero la ausencia de hallazgos nunca eliminó totalmente la seguridad de encontrarlos. Lo que sucedió es que se desplazaron sus imaginarios depósitos: siempre más alejados en la selva. El dorado tuvo tantas sedes cuantas tierras quedaban por conquistar. Así se explica también el intento español por dominar tan vasto territorio.

En síntesis, productos poco adaptables al sistema mercantil colonial o sueños frustrados de encontrar lo que se buscaba. Solo el algodón, y en menor medida la “granadilla de Quijos”, que tanto pondera el Conde de Lemus (1989: 404), permitían una vinculación económica directa. El fracaso del oro determinó el fracaso colonial. Solamente a mediados del siglo XIX, con la fiebre del caucho, otro producto llenará el vacío que aquél dejó pendiente.

La ruptura del espacio colonial ocasionada por la ausencia de minas será de enorme importancia para la historia de la zona y para la mentalidad colectiva pues era una región que tenía pocas posibilidades económicas de vincularse al resto de regiones coloniales. El mismo carácter de la colonia alejaba su frontera y la confinaba a la periferia. Mientras la Amazonía y sus productos parecían adaptados a las necesidades simbólicas y rituales andinas, pues habían pugnado por adaptarse en siglos de historia; nada más la conectaba con el régimen colonial que aquellas riquezas que siempre le hicieron prometer y que jamás pudo cumplir. 

La encomienda de Quijos estuvo, en esas condiciones, confinada al algodón y a las actividades inherentes a la sobrevivencia de la colonia blanco-mestiza: recoger leña, producir las subsistencias, limpiar las ciudades y servicios domésticos, entre otras actividades. Si el algodón permitió la sobrevivencia de la colonia durante cierto tiempo, no fue, sin embargo, suficiente para permitir un dominio estable. Aquí también se aplica la brillante definición que Anne Christine Taylor elaboró para definir la economía colonial de la región Jívaro (otra zona de frontera) a fines del siglo XVI: una economía esclavista de subsistencia e incluso de supervivencia: “Pocas sociedades habrán sido a la vez tan consumidoras de esclavos-proporcionalmente al número de usuarios- y tan poco generadoras de riquezas” (Taylor 1988: 67).

Los encomenderos, al igual que los indígenas, habían abandonado la zona. Para 1608 hay 36 encomenderos en los alrededores de las tres ciudades ubicadas en territorio Quijo. De ellos tan solo dos pueden considerarse ricos según Lemus (1989: 407-8). El promedio de indios por encomendero ha disminuido sensiblemente entre 1577 y 1608 pues el número de encomenderos de Quijos era, en 1577, de 41 (Oberem 1980: 96-7). Para 1617 el Gobernador Alonso de Miranda dice al Rey que los encomenderos son ausentistas: de 21 encomenderos que posee Baeza tan solo 5 viven en la ciudad. Peor, éstos exigen su tributo en dinero lo cual recrudece, a su vez, la huida de los indios (Oberem 1980: 98). La misma colonia blanca era, pues, para la época, una sombra de lo que fue, pero sobre todo de lo que quiso ser[8].  La “pobreza” de la que tanto se quejaron los vecinos de Quijos no debe ser solamente medida con los testimonios de las cifras sino también con la dimensión de las promesas que frustró. 

Tanto los dominados como los dominadores abandonaban la frontera. Ni los unos podían afianzar su poder ni los otros tenían posibilidades de soportarlo. Las condiciones eran propicias para el fin de la dominación. La región no era apta para articularse coherentemente a la economía colonial. Las clases dominantes locales no encontraban estímulos individuales ni colectivos y los nativos les eran finalmente esquivos. Tierra de frontera colonial que, sin embargo, nunca se escabulló totalmente. El fracaso colonial nunca pudo dejar de ser parcial.


V. CONCLUSIONES


La estabilidad del régimen colonial tiene, entre otros, uno de sus fundamentos en la interiorización de la conquista. Para ese efecto la colonia fomentó las divisiones y alejamientos entre los pueblos andinos y selváticos. Esas distancias no fueron, sin embargo, una creación puramente colonial sino una adaptación, con nuevas funciones políticas y nuevos matices, de mentalidades profundamente arraigadas en la tradición andina y amazónica. Los mitos, las imágenes y los estereotipos prehispánicos fueron utilizados y readaptados para garantizar la estabilidad política colonial.

La ruptura entre los Andes del norte y la Amazonía de Quijos se profundizó con la conquista europea por motivos de táctica política pero también debido a la estructura productiva regional y las formas de la circulación e integración del mercado colonial. La efectividad de la disociación entre ambos espacios tenía su base en el control efectivo y definitivo sobre Quito, que operaba como “ancla” de todas las regiones periféricas y aseguraba el dominio general. Quijos era dependiente, en esos términos, del control quiteño, no solamente por los sistemas de caminos que los ligaban, sino fundamentalmente por las necesidades de asegurar el control político sobre los indios de la zona. Mientras la colonia se debilitó irremediablemente en su frontera, se afianzó indudablemente en su centro. La fortaleza del régimen colonial en Quito hacía que éste pudiera mantener el espejismo de un control efectivo sobre un territorio más vasto. Los habitantes de la frontera debían acudir siempre al arbitraje del poder central. La disolución de un control centralizado efectivo redundó en el incremento de la creencia infundada de que ese control realmente existía. Pero la disolución de los poderes centrales estuvo precedida por una disolución de los poderes locales (iglesia, encomenderos, caciques). La clave de la persistencia del régimen colonial en Quijos estuvo en la disolución de cualquier otro poder que pudiera reemplazarlo. Las sociedades indígenas resultaron irremediablemente debilitadas. Demográfica y políticamente incapacitados para responder, los Quijos perdieron una encrucijada vital para su independencia.

La disolución de las formas políticas de organización nativa puede considerarse uno de los elementos centrales de la persistencia de la dominación colonial en la zona de frontera estudiada. Del proceso incipiente de centralización prehispánica se pasa, en un proceso que se desarrolla a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, a la disolución de las cohesiones políticas de la etnia. Ese proceso garantizó la fragmentación de los cacicazgos pero impidió, al mismo tiempo, la mediación étnica nativa necesaria para asegurar un control político sólido sobre la región y su integración integral al sistema mercantil colonial. Las victorias y las derrotas nunca fueron completas.

En síntesis, la disgregación, la separación, la erradicación de cohesiones étnicas y la fragmentación del mundo indígena fueron los pilares para garantizar el dominio colonial en Quijos junto con una sólida retaguardia que protegiera al régimen de cualquier eventualidad. Las formas tradicionales de la llamada “resistencia indígena” a la colonia permitieron una “evasión” fragmentada frente a la realidad de opresión étnica. Permitieron mejorar las condiciones de existencia de gran parte de los indígenas o, por lo menos, les otorgaron una oportunidad de encontrar “esperanzas” de una vida mejor en el marco de la sociedad instaurada por los europeos y criollos. En ese sentido, las formas de resistencia fueron funcionales al régimen en su conjunto. Los indios que se disfrazaban en las ciudades, que huían de un pueblo a otro para convertirse en forasteros o vagabundos y evadir el tributo o la mita, los que encontraban refugio en las zonas selváticas y aquellos que reproducían en secreto sus tradicionales formas de vida y sus concepciones, podían tener la ilusión de vivir en un mundo diferente.

Las respuestas locales terminaron por sustituir la posibilidad del enfrentamiento directo y distanciaron a los andinos entre sí. Fue una suerte de retomo a la tradición dispersa y desagregada que los incapacitaba para una respuesta eficiente. El régimen colonial, que les otorgaba la oportunidad de reconocerse únicos, los devolvía rápidamente a la condición de aislados cuando el peligro acechaba. Al mismo tiempo, esa diversidad local otorgaba una inigualable riqueza de matices a la vida diaria de los hombres andinos (y aquí incluimos, naturalmente, a los pueblos selváticos).

Condenados a la clandestinidad, los indígenas se acostumbraron a la oscuridad: no era posible distinguir fácilmente al amigo del enemigo. El tácito compromiso que permitió el desarrollo de procesos anclados en la diversidad, impidió, al mismo tiempo y con particular eficacia, cualquier intento de ligar procesos separados en el espacio porque las formas de resistencia se agotaban en el secreto. 

Este drama no está todavía resuelto. Cualquier transformación verdaderamente innovadora que deseche para siempre todas las tragedias coloniales que persisten, debe comenzar por afrontarlo.

BIBLIOGRAFÍA

Bustamante, Teodoro,
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Capítulo,
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* Pablo Ospina Peralta. Historiador, docente de la Universidad Andina Simón Bolívar, investigador del Instituto de Estudios Ecuatorianos y militante de la Comisión de Vivencia, Fe y Política.

Artículo tomado de:
http://revistaprocesos.ec/ojs/index.php/ojs/article/view/480/549
Publicado originalmente en Procesos, Revista ecuatoriana de Historia, N° 3 (Jul. - Dic. 1992)
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NOTAS:


[1] Para una descripción detallada de los hechos de la rebelión, el lector interesado puede remitirse a Ortiguera (1989), que es la crónica a la que todos los autores posteriores se remiten (González Suárez, Rumazo González, Udo Oberem, etc.). Aquí solo nos interesa subrayar algunos elementos para su interpretación.
[2] Escapa a las intenciones de este trabajo el caracterizar la estructura política y el funcionamiento interno de los cacicazgos Quijos prehispánicos y sus diferencias frente a las estructuras cacicales serranas, Una discusión al respecto en la primera parte de mi tesis La Región de los Quijos en los siglos XVI y XVII. Sociedades nativas y dominación colonial, Quito, Departamento de Historia, Universidad Católica, 1992.
[3] Es difícil estimar el número de indígenas alzados y cuantificar los ejércitos o las pérdidas humanas. Ordóñez de Cevallos (1989: 424) habla de la muerte de 5 000 indios y de la participación de 500 españoles, de los cuales habría muerto tan solo uno. Estas cifras deben ser tomadas con mucho cuidado, pero pueden ser indicativas de las proporciones en la participación militar y en las bajas.
[4] El trabajo de K. Klumpp (1974) nos informa, para mediados del XVII, en el Corregimiento de Ibarra, de un rumor similar. En el fondo la minoría étnica vivía permanentemente al acecho de cualquier signo de rebelión. Hijos de la inseguridad, los españoles parecían destinados a vivir en estado de alerta: era una sociedad finalmente asentada sobre pilares frágiles; un coloso con pies de arcilla.
[5] Es conveniente preguntarse, no obstante, como lo hizo hace pocos días Alonso Zarzar, si el infanticidio es realmente una forma de resistencia o, más bien, la aceptación definitiva de la fatalidad (conferencia dictada en CIESPAL, Quito, 28 de enero de 1992).
[6] Los pendes son, sin duda, una de las incógnitas de la evolución política de Quijos durante el período aquí analizado. Las fuentes no vuelven a mencionarlos luego de su participación en la rebelión de 1578 y el poder amazónico de doble cara (pendes-caciques) parece desestructurarse o al menos refuncionalizarse ante la necesidad de mantener el secreto frente a las autoridades coloniales y eclesiásticas. En todo caso, para el problema que nos interesa (la relación entre la élite nativa y el régimen colonial), la desaparición de los pendes es significativa: su apoyo al régimen era también imposible.
[7] La queja de Bedón llegó a oídos del Rey de España, quien escribió una carta a la Audiencia de Quito el 29 de abril de 1600 exigiendo la realización de una visita a la Gobernación de Quijos para constatar e impedir los abusos a los indígenas (Colección 1935: 590-1). Es probable que en base a esta visita haya sido escrita la Relación del Conde de Lemus, en 1608.
[8] Lemus (1989: 407) menciona que en la Gobernación de Quijos había entre 40 y 50 forasteros españoles que eran, mayoritariamente “officIales mecánicos”(?). Ignoramos a qué se refiere este oficio. Tampoco tenemos evidencia de la influencia de este importante número de españoles en la vida de la región. No poseemos tampoco ninguna referencia que nos permita hacer una analogía con las conclusiones de Taylor para la región Jívaro, donde esa población flotante puede ser identificada con soldados proscritos o de fortuna, aventureros y bandidos (1988: 65-8). La referencia de Ordóñez de Cevallos (1989: 420) sobre los españoles no encomenderos de Quijos llamados “soldados” no puede ser considerada concluyente, aunque merece ser estudiada con mayor detalle y a la luz de nuevos documentos. Seguramente, en el sur-oriente, la presencia de las minas se convirtió en un atractivo decisivo para estos españoles; un atractivo que Quijos, por su parte, no poseía.

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