martes, 19 de febrero de 2019

En busca de la libertad: los esfuerzos de los esclavos guayaquileños por garantizar su independencia después de la independencia




Por Camila Townsend*


En 1825. Alejandro Campusano todavía se acordaba del día en que salió de la casa de su amo: “... Llegó a mis Oídos la dulce voz de la Patria y deseando yo ser uno de sus soldados tanto por sacudir el yugo de la Opresión General como por liberarme de la esclavitud en que me hallaba, corrí veloz a presentarme a las tropas libertadoras...”[1]. Ya en 1825, este negro viviendo libre en la ciudad de Guayaquil, tuvo que defender en la corte la libertad que había ganado luchando por la Patria. Entre tanto, María Manuela Arteta, una esclava en la casa de José Garostiza, consiguió su libertad y la de sus hijos de otra manera. Vicente Mata, dueño de una tienda en la planta baja de la casa de la madre de Garostiza, se había enamorado de ella y ambos mantenían relaciones. María Manuela se hizo muy amiga de la hermana de Vicente, quien compró la esclava para su hermano, con la condición de que recibiera su libertad cuando Vicente muriera o cuando la misma Manuela se casara con otro. Vicente nunca habló de esta última posibilidad, y aunque tampoco admitió que los dos hijos de Manuela eran suyos, siempre los trató como si lo fueran. Manuela no se casó y recibió su libertad cuando murió su dueño [2].

En los años de independencia -Guayaquil se liberó en 1820, la Gran Colombia se formó en 1822, y la República del Ecuador se declaró en 1830- la gente común de la ciudad, incluso el sector de esclavos, no experimentó ningún cambio revolucionario, pero es poco probable que nada importante sucediera en sus vidas. Para los esclavos, especialmente, su futuro estaba en un proceso de transformación muy significativo. Y ellos mismos participaban de manera muy activa en dicha transformación. Al parecer, todos, casi sin excepción, deseaban más que nunca conseguir su libertad. Pero la mayoría no declaró la guerra contra la sociedad blanca, buscó ventajas y posibilidades en cualquier situación que se presentara. 

En ese periodo, según las estadísticas que tenemos, los esclavos constituían aproximadamente el 8% de la población de la ciudad de Guayaquil. Pero en el centro, donde vivía la gente blanca acaudalada, la concentración era mayor. Por ejemplo, en 1832, en la parroquia de la Matriz, más de 300 (10%) de las 3.000 personas eran esclavos todavía. En las manzanas de la parroquia cerca del malecón, el 24% de los residentes eran esclavos, pero hacia la sabana de la misma parroquia, solamente el 4% sufrían el sistema de servidumbre. En las demás manzanas de la parroquia, entre los dos extremos, los esclavos conformaban aproximadamente un 8%, de acuerdo con el promedio general de la ciudad[3].




Una vista de Guayaquil y la ría, aproximadamente desde el fin del puente de las 800 varas. Ciudad Nueva agrupaba a las poblaciones con mayores recursos económicos del puerto, así como a la mayor cantidad de esclavos. Grabado de Lebreton. Imp. Delannoy. Publicado en 'L'Amérique centrale et méridionale', de Louis Enault. Edit. Mellado et sucesseurs. París, 1867.


La vida era muy diferente para los esclavos en los diversos sectores de la urbe. En la manzana más elegante, la de la familia Elizalde, por ejemplo, una de cada cuatro personas era esclavo, y en ese sentido un esclavo no se sentía tan aislado, aunque estuviera rodeado de gente que por lo general ignoraba hasta los nombres de los criados del vecindario[4]. Más allá del malecón vivía un mayor número de gente de color, pero no esclava. Los padrones demuestran que en las manzanas pobladas por zapateros, hojalateros, y otros artesanos, existían pocos esclavos. Para ellos, la vida era una dura tarea, pues, en general, un esclavo era el único sirviente de su amo. Damiana Mesa, por ejemplo tenía que “cargar agua, lavar, cocinar, etc,... como que es la única criada que tiene el precitado Leon...”. O en otro caso: “Es notorio que en el espacio de quatro años, no ha tendio el a otra cocinera, otra lavandera, (. .. ) y lo que es mas que todo, otra concubina”[5]. Un esclavo no ignoraba que los ingresos y bienes de su dueño existían también gracias a sus esfuerzos. En ese sentido, es ilustrativo el caso de un individuo que murió en 1823, dejando 600 pesos en propiedades, de los cuales 550 provenían del valor de una esclava y sus dos hijos[6].

Los esclavos ansiaban integrarse a la comunidad libre de gente de color, que presentaba una variedad de tipos. Existía una comunidad de pardos (negros y mulatos libres): “El estuvo... en un fandango que había en el cuarto de una casa frente a la Astillería donde no vio, mas que a unos Pardos”[7]. Por lo general este grupo no formaba una comunidad distinta, sino que integraba un mundo más amplio de gente de color. Los testimonios de los documentos de la Escribanía hablan de negros y mulatos (o de “pardos” si eran libres), de indios y mestizos. Pero la palabra que aparece con mayor frecuencia es ZAMBO, término que técnicamente designaba el producto de la unión de indio y negro, pero que se usaba también para los hijos de mestizos y mulatos. En 1779, los mulatos constituían el grupo más grande de Guayaquil, seguido de los blancos, los negros y finalmente los mestizos[8]. Pero ya para los años de 1830 existían más mestizos y zambos que pardos puros[9]. A veces los casamientos mismos provocaron esta transformación: “Don Alejo de Silva, sambo libre natural del Puerto de Paita y residente en esta [ciudad]... y Martina Flores mestiza natural de la de Puertoviejo... libres por casar sin ningún impedimento que embaraza el matrimonio...” se presentaron en la Iglesia en 1827[10]. En otras ocasiones, nacieron hijos de uniones menos formales. En 1823, por ejemplo, la blanca María Haro puso un pleito contra Narciso Flores, un zambo zapatero, con quien aparentemente había tenido una relación que no quería admitir.





En los astilleros de Guayaquil, la población de antiguos esclavos pudo encontrar un sustento.


Después de la independencia, se suponía que todos los esclavos pasarían a integrar el grupo de gente libre de color. Aunque esto no debía constituir un resultado automático de la independencia, al menos las nuevas leyes lo sugerían. En el período independiente de Guayaquil entre 1820 y 1822, se aprobaron leyes que prohibían importar un solo esclavo más, y que establecían que los futuros hijos de madres esclavas serían libres si trabajaban para su amo hasta la edad de 18 años. Las leyes de la Gran Colombia estipulaban lo mismo, pero nada cambió cuando la provincia de Guayas se integró a la Gran Colombia en 1822. También, según las leyes de Colombia de 1821, se decretó la fundación de un fondo de manumisión, constituido por un impuesto sobre las herencias[11]. Algunos “amos” de Guayaquil pensaron en 1823 que una ley aún más drástica se anunciaba e hicieron esfuerzos para vender sus esclavos, “temiendo los titulados amos que en breve se pronuncie el Decreto de la Libertad”[12].

No pretendemos insinuar que el lenguaje de la libertad haya sensibilizado a los Patriotas dueños de esclavos. En general ellos no pretendían liberarlos. Pero sí surgió en la mente colectiva un cierto grado de desconcierto. Al Procurador General, que defendió a los esclavos en sus pleitos legales, le complacía recordar a la gente que los españoles derrotados habían introducido la esclavitud al Nuevo Mundo. Hablaba de “los infelices de dicha clase [de esclavos] cuya libertad fue arrebatada tan bárbaramente por los Españoles”[13]. Súbitamente se tornó muy importante para los dueños evitar aparecer como unos tiranos. Cuando el Procurador General se refirió a los “caprichos” de cierto amo, éste se defendió, aduciendo que en realidad él era benévolo como amo, y no caprichoso o tiránico como los españoles[14]. Cuando el hacendado José Segarra llegó a la ciudad para depositar en el hospital a un esclavo brutalmente golpeado, dijo que había tenido que castigarlo por un delito horrible. Contó una historia increíble acerca de que el esclavo Bacilio había intentado matarlo mientras viajaba en canoa, enfrascándose ambos en una lucha feroz que por poco hizo voltear el barquito. Bacilio murió en el hospital, y los oficiales arrestaron a Segarra luego de escuchar los testimonios del resto de esclavos. Sin embargo, aunque la sociedad blanca sentía algo de desconcierto, casi nadie estaba listo para cambiar sus principios básicos, y cuando varias personas importantes hablaron en favor de Segarra, lo dejaron salir sin más castigos[15].





Los castigos físicos a los esclavos se hacían de manera pública o privada de acuerdo a la presunta falta cometida.

 
También existían otras razones para advertir ciertas mejoras en la situación de los esclavos: en este período de guerra civil y revolución creció el temor de los blancos a una sublevación esclava. En su defensa, el mismo Segarra, para convencer a la corte que Bacilio era un mal individuo, denunció un “partido que tenía formado [su esclavo] con otros de su clase y facción”. En 1823, cuando un blanco llamado Francisco Cara fue acusado de haber dicho “que se caga en la Patria” y que “mejor era el Gobierno del Rey”, el acto fue considerado doblemente criminal por cuanto esas frases las había dirigido a los esclavos que se compraban frente al edificio del Gobierno[16]. De forma aún más amenazante, en 1831 (después del famoso sublevamiento de ‘Nat Turner’ en los Estados Unidos), alguien denunció a los ciudadanos Francisco Paredes y Bernardo Villamar por haber pronunciado “palabras subversivas contra la clase de blancos” en una fiesta de bautizo celebrada en la casa del pardo Juan José Bolonques. Al final solo se pudo probar que se habían entonado unas “canciones cómicas”[17].

En realidad la esclavitud no se extinguía. En 1828, Simón Bolívar tuvo que decretar la misma ley sobre el Banco de Manumisión, porque no funcionaba en varias localidades. En 1830, cuando una esclava puso un pleito en Guayaquil, el gobernador Olmedo no habló de su libertad, sino de un esfuerzo de “hacerla menos infeliz en su condición”[18].

La práctica de vender y comprar a otros seres humanos continuó, aunque es cierto que la eliminación legal de importaciones tuvo algún efecto. En 1821, el comerciante José Maruri llegó a la ciudad con un grupo grande de esclavos procedentes del Chocó. Insistió que ignoraba la nueva ley, y que ya era demasiado tarde en su caso, puesto que había vendido varios de los morenos a diversos clientes de buena fe. La corte ordenó que si en un lapso de 30 días no sacaba de la provincia al resto de esclavos que quedaban por vender todos quedarían libres. También debía entregar al gobierno un cuarto de las ventas[19].





El comercio de esclavos en Guayaquil se efectuaba frente a la Casa de Gobierno, en el antiguo Cabildo de la ciudad. Vista de la orilla del Guayas. Óleo de Ernest Charton, 1877.


El negocio interno, sin embargo, continuaba entre vecinos y conocidos. A veces aparecían avisos como el siguiente en el periódico: “Se vende un esclavo de buenas costumbres, ejercitado en servicios de campo. La persona que quisiese comprarlo puede venir a esta oficina...”[20]. Pero estos anuncios eran muy raros comparados con otras formas de venta de esclavos. Don Vicente Roca, por ejemplo, vendió, sin intermediarios, la esclava María Josefa Carbo a la señora Micaela Llona, esposa del General Castillo, bien conocido por la familia Roca. En el lapso de tres años, entre 1827 y 1829, esta pobre María Josefa pasó de mano en mano a través de una cadena de seis dueños más[21]. Cuando terminaron las importaciones, el gobierno del Guayaquil independiente también limitó el precio de venta de un esclavo al precio que el dueño había pagado, para prevenir las especulaciones en el mercado de esclavos raros y preciosos. (Si un esclavo nacía en casa del amo no podía ser vendido por más de 300 pesos). Por eso, cada esclavo se vendía con la lista legalizada de sus dueños anteriores y de la cantidad de dinero pagado en cada venta. Antes de la publicación de la nueva ley, una mujer joven y sana valía más o menos 325 pesos (un poco más si era muy bonita y el comprador pensaba en usarla como concubina). Con la nueva ley, una mujer bien parecida, con una criatura (que era libre, pero debía trabajar para el amo de su madre hasta la edad de 18 años) todavía costaba solamente 325 pesos[22]. Comprar un esclavo ya no era una inversión: se suponía simplemente que se estaba comprando un cierto número de jornales de trabajo. 

Todavía se pensaba entonces, que un esclavo era un objeto. Generalmente, y según las tradiciones de la Colonia, el comprador probaba al nuevo criado durante 15 días antes de pagar. Y si descubría algún defecto en el lapso de seis meses, podía entablar un pleito de “redivitoria”. El mayor número de causas de conciliación entre 1822-1823 eran precisamente de este tipo. Con frecuencia se argumentaba que un esclavo estaba ya enfermo al momento de su venta. De otro lado, y en casos no muy usuales, se trataba la personalidad de un esclavo como si fuera otra cualidad física: “Se le vendió por fiel, que solamente había huido en esta ciudad por pocos días, quando la esclava resulta en dos meses corridos con el vicio de ladrona y huil1ona”[23]. Siempre se consideró al esclavo como un instrumento más de trabajo, creado para realizar las tareas más duras y peligrosas. A nadie le pareció extraño por ejemplo, el caso de una criada que se quemó la cara cargando jabón caliente encima de su cabeza. Además de las duras jornadas, las mujeres tenían que aguantar con frecuencia las “atenciones” de sus amos en la noche. En estos casos, los amos podían ejercer la violencia sin ser castigados, o podían usar presiones sicológicas, como las promesas de libertad. Muchas veces las esclavas contrajeron enfermedades venéreas que les acompañaban a lo largo de la vida[24].




El trabajo de las mujeres -cocinar, lavar ropa, cargar agua, etc.,- también poseía su valor monetario. Se consideraba que estos servicios todos juntos costaban aproximadamente 9 pesos al mes.


En las haciendas fuera de la ciudad, los esclavos eran mucho más cosificados por sus amos. Eran las víctimas de sádicos insanos. Aquel José Segarra que ya conocemos, y que mató a su esclavo Bacilio, lo torturó previamente a nivel físico y sicológico. Ignacio, otro esclavo de Segarra, dio el testimonio:

Segarra disparó por tres ocasiones una pistola que tenía en las manos apuntado a Bacílio, pero no dando fuego ... [Luego] ordenó que el declarante [Ignacio] le diese en las nalgas cincuenta azotes lo que executó... Luego mandó a su esclava Magdalena que diese otros veinte y cinco azotes... y como esta no se animase a este castigo, Segarra le aplicó igual numero de azotes a la dicha Magdalena...[25].

Como Ignacio no tenía ningún derecho a protegerse, uno ya puede imaginar el castigo que le aplicó Segarra por haber sido testigo.

Pero en la ciudad existía otra atmósfera. Las condiciones de trabajo habían cambiado tanto que los propietarios ya no tenían el mismo poder de antes. Algunos esclavos de los hacendados se habían quedado en las haciendas, y otros viajaban con sus amos entre la ciudad y el campo, (el Bacilio asesinado era uno de estos). En esos momentos la mayoría de los obreros del campo eran peones o jornaleros contratados, y los esclavos se concentraban preferentemente en la ciudad para trabajar como artesanos o sirvientes domésticos [26]. Se sabía que un amo podía ganar mucho, dejando a su esclavo trabajar para otros, y recolectando después la mayor parte de su sueldo. Al respecto señalaba un testigo: “Se está aprovechando del considerable jornal de un oficial de zapatero como lo es el Zambo”[27]. Agregó que este podía ganar 22 pesos en cuatro meses, sin trabajar los domingos. En 1826, un esclavo joven de mucha fuerza física podía ganar aún más, tal vez 56 pesos en cinco meses y otro hasta sin experiencia, podía trabajar en una panadería[28]. El trabajo de las mujeres -cocinar, lavar ropa, cargar agua, etc.,- también poseía su valor monetario. Se consideraba que estos servicios todos juntos costaban aproximadamente 9 pesos al mes[29].




En esos momentos la mayoría de los obreros del campo eran peones o jornaleros contratados, y los esclavos se concentraban preferentemente en la ciudad para trabajar como artesanos o sirvientes domésticos. Imagen: Banrep Colombia.


Con frecuencia, los esclavos que trabajaban fuera de la casa del amo también vivían afuera. En el período colombiano este fenómeno se experimentaba hasta en Bogotá, y el gobierno envió una carta especial al Intendente de Guayas, advirtiendo que tuviera cuidado con esos numerosos esclavos que vivían sin sus dueños, dando mal ejemplo a los demás[30]. Es cierto que casi todos los esclavos tenían una vida apartada de la de sus amos, o por lo menos al margen de su control. Podían, por ejemplo, salir del trabajo y descansar un rato en una pulpería, beber con sus compañeros, saldar deudas de un real, o reñir con algún enemigo[31]. Alguna vez que se escuchó un grito en la calle, a media noche, fueron los criados quienes salieron en primer lugar para investigar el incidente. Al constatar que era un blanco el que moría -¡y un santo padre también!- decidieron ir en busca de sus amos[32]. En otras circunstancias no lo hubieran hecho.

La situación del esclavo se movía entre la retórica de independencia y libertad que flotaba en la atmósfera y en las nuevas leyes y unas pésimas condiciones de vida. Era obvio que en esas circunstancias todo esclavo buscara su libertad ardientemente, aunque los amos interpusieran todo tipo de obstáculos. Algunos intentaron escapar de la esclavitud huyendo. La frecuencia de la fuga se convirtió en una gran preocupación de los amos. Algunos insistieron en que se les eximiera de la “responsabilidad que (...) podría resultar en caso que el Esclavo fuge o muera...”. Un aviso rezaba así: “Se necesita un esclavo de catorce años robusto, sin vicios, y que no se haya huido nunca del poder de sus amos”[33]. A veces los esclavos de la ciudad se ausentaban por varios días a la casa de algún conocido (o para “traficar libremente en las calles”, en palabras de un amo furioso), pero en un mundo tan pequeño resultaban siendo localizados enseguida[34]. Con mejor éxito, los esclavos del campo podían huir y esconderse en la ciudad, donde poca gente los conocía. Una mujer libre de color fue castigada con una multa de cuatro pesos por haber acogido a un esclavo que se había fugado[35]. Algunos podían encontrar la ansiada libertad en la ciudad, pero ese era un camino peligroso. A los esclavos se los buscaba infatigablemente. En 1834, el periódico El Colombiano comenzó a publicar los nombres de los “esclavos aprehendidos”, dos o tres en cada mes[36]. Y los amos no olvidaban. En cierta ocasión un hacendado mencionó que en la ciudad había encontrado a un peón y a un esclavo, ambos suyos, que se habían fugado doce años atrás. (No se conoce si los capturó o no)[37].





Con frecuencia, los esclavos que trabajaban fuera de la casa del amo también vivían afuera. 
En el período colombiano este fenómeno se experimentaba hasta en Bogotá. 
'Quitandeiras da lapa'. Henry Chamberlain, grabado en aguatinta.


Se preferían los métodos legales, cuando estos existían. Y ciertamente, desde la independencia, varios estaban ya al alcance. Se suponía que cada región tenía su Junta de Manumisión, que se reunía por lo menos una vez al año para escoger los esclavos que iban a ser liberados por medio de los fondos del Banco de Manumisión. En Guayaquil, el Banco tenía dos funciones: la de cobrar los impuestos sobre las herencias, y la de recoger las contribuciones semanales de los esclavos mismos. Sin embargo, parece que en un comienzo la primera función existió solo en la letra y no en la práctica, puesto que no se ha encontrado evidencia alguna de su funcionamiento. Pero la segunda función del Banco también tenía sus problemas, y estos no radicaban precisamente en los clientes: ya en 1823 los esclavos llegaban con frecuencia a la Plaza de San Francisco para pagar su contribución semanal[38]. El problema era administrativo, puesto que el dinero rescatado se perdía. El comisionado Ignacio Cevallos no quiso aceptar la responsabilidad, pero existían varias historias que denunciaban el asunto, como la de Petra Iler:

...tuve a bien ponerlos para fondo en el banco de manumisión, segun era costumbre, y bajo la seguridad que podian ofrecer a los esclavos las disposiciones del Excelentisimo Sr. Libenador. Casi he contribuido con la mitad de mi valor, y después que nada he conseguido veo que el dicho banco se halla destituido...[39]

En vista de que Petra acudió a la corte en 1824 y luchó duro por sus intereses, la dirección por fin encontró los fondos necesarios para comprar su libertad.





En 1823 los esclavos llegaban con frecuencia a la Plaza de San Francisco para pagar su contribución semanal al Banco de Manumisión de Guayaquil.


En enero de 1826 el gobierno se preocupó por el problema de la administración de los fondos. Desde Bogotá se envió una carta al Intendente de Guayaquil acerca de los “abusos” relacionados con los impuestos sobre herencias para el Banco de Manumisión [40]. Un año más tarde, por orden del Libertador, apareció en el periódico un anuncio sobre la refundación del Banco de Amortización de esclavos en la Casa de Gobierno. Allí los esclavos podían comprarse, pagando por lo menos un peso semanalmente [41]. La Junta de Manumisión (que consistía de un primer juez, el vicario foráneo, un tesorero y dos vecinos nombrados por el Gobernador) tenía la responsabilidad de escoger los esclavos que serían liberados, es decir, los que habían contribuido con más dinero, los que habían luchado por la Patria, y los que traían buenas recomendaciones. Pero nadie podía alcanzar su libertad si la Junta no se reunía. A fines de 1827, Francisco de Ycaza escribió al Intendente: 

No pudiendo reunirse la Junta de Manumisión de esta Capital para tratar de la recaudación de los fondos destinados para la libertad de Esclavos por falta de Tesorero y otro de los individuos que la componían; se lo hago a Usted presente para que se sirva nombrar las personas que deben subrogarlos, y tenga efecto un establecimiento tan benéfico [42]


A pesar de todas las demoras y de tantos obstáculos, los esclavos continuaban empeñados en aprovecharse de la nueva ley. Cada Pascua de Navidad, antes de la reunión de la Junta, llegaban varias peticiones, algunas muy elocuentes como la de Alejandro Campusano, citado al comienzo de este artículo. Varios no se consideraban esclavos: “Yo, esclavo que fui...” y otros se expresaban así: “Yo, Zeledonio Morillo, residente en esta Ciudad y hijo del Chocó...”. Y si alguno todavía estaba en condición de esclavitud, insistía también en sus derechos de ciudadano: “Yo, Petra Iler, vecina de esta Ciudad y Esclava de mi Señora Francisca Ayala...”. A veces el Procurador General ofreció sus servicios, pero los esclavos mismos eran finalmente sus mejores defensores, pues esgrimían argumentos de excelente calidad para obtener su libertad, que, por supuesto, debía ser permanente. Así lo sugirió el mismo Alejandro Campusano al juez: “Espero se sirva concederme la gracia de un seguro para que... mi amo, o cualquier otro, me reconozcan por libre y no tengan que intervenir conmigo para nada”.




Un gran porcentaje de las peticiones de libertad provenían de hombres que combatieron durante las campañas militares por la independencia. Aun así, debían presentar documentos y testigos. Y algunas veces sus amos se negaban a liberarlos, anteponiendo diversidad de excusas. 
'Batalla de Boyacá'. Óleo de Martín Tovar y Tovar, París 1890.


La mayoría de los hombres que presentaron peticiones habían luchado en el ejército libertador, y eso debía ser confirmado a través de testigos y documentos. Si tenían suerte, el amo anterior no presentaría dificultades: “Ahora que veo tan fundada su solicitud de ser libre, y que no me consta que haya cometido delito por el cual haya perdido este derecho, hago presente al juzgado que no tengo inconveniente...”[43].  No se necesitaba el permiso de los amos si habían luchado por la Patria, pero en algunos casos éstos hicieron todo lo posible para demostrar que sus ex-esclavos se habían integrado en el ejército por poco tiempo, o que no habían luchado con mucha energía, o que habían sido demasiado jóvenes para servir efectivamente a la Patria. La viuda del General Juan Paz de Castillo, por ejemplo, adujo que el muchacho esclavo que siguió a su esposo no hubiera podido luchar, “mucho menos manejando las armas del ejército; ...todavía estaba pequeño y incapaz de servir aun de tambor” [44]. No obstante, en ocasiones, un soldado (o ex-esclavo) podía derrotar a un amo que se le opusiera. En 1830, un tal Pedro Franco argumentaba: “No me parece lícito tales pretensiones de dichos señores porque yo soy libre, y estoy pronto para tomar las armas de [nuevo]... como fiel soldado colombiano”. Añadió que su ex-dueño no poseía sentimientos patrióticos y agregó algunos detalles que provocaron una investigación de la conducta del blanco durante la guerra. Este se quedó con la vergüenza y la rabia, y Pedro Franco con su libertad. [45]

Las mujeres tenían que buscar otras maneras de conseguir su libertad, puesto que no podían integrarse al ejército. En los primeros años de independencia, el Procurador General hizo un esfuerzo para convencer a la corte de que si un hombre pretendía usar a una mujer como concubina, debía otorgarle la libertad. Era su cliente la esclava Angela Batallas, a cuyo nombre él alegó:  

La union de dos personas de diversos sexos, las constituye en una misma, pues de esta resulta regularmente la prole: et erum duo en carne una. Y es posible que con buen juicio se crea que Ildefonso Coronel, cuando me propuso su union, quisiese que la mitad de su cuerpo fuese libre; y la otra mitad esclava, sujeta a servidumbre, venta y mas odiosidades, que en algunas desgraciadas personas, se conservan como reliquias del sistema feudal en que cerca de tres siglos hemos estado envueltos. [46]

Angela había tenido un hijo de Coronel, un ciudadano bien conocido, que siempre la había tratado como una amante libre. Sin embargo, un día, de repente, él la vendió. Ella, desesperada, puso un pleito con la ayuda del Procurador, ¡y también envió una carta al Libertador! 

Angela tuvo éxito, pero su caso y su proceder fueron bastante excepcionales. La mayoría intentó usar la nueva ley que les otorgaba el derecho a comprarse, a veces con una pequeña ayuda del Banco de Manumisión. El precio que un dueño estaba dispuesto a aceptar se convirtió en un elemento muy importante de la relación entre amo y esclava. Por ejemplo, cuando un amo ofrecía a su esclava para que atendiera la crianza del bebé de algún amigo suyo o allegado, en vez de ofrecerle dinero, descontaba la cantidad de pesos del precio de ella y ambos quedaban satisfechos[47]. En 1822 y 1823 un gran número de las causas en la corte de conciliaciones eran entre esclavas y sus dueños, sobre el precio justo de venta, o sobre un arreglo de venta anticipado. Generalmente, el dueño y la esclava firmaban un “papel de venta”, y según los términos de este recurso, la esclava debía salir de la casa para trabajar y obtener el dinero, de cuyo monto destinaba una cantidad semanal al amo.






Ildefonso Coronel, un destacado empresario asentado en Guayaquil durante los primeros años de la independencia, tuvo una esclava concubina llamada Angela Batallas, quien lo llevó a juicio. 
Imagen: Memorias Porteñas.


En ocasiones la cuestión se complicaba. En 1822, por ejemplo, una esclava solicitó en la corte de conciliaciones que se rebajara su precio, porque padecía de una enfermedad que le impedía trabajar demasiado (y que en realidad reducía su valor en el mercado). El amo lo consintió en primera instancia, pero más tarde cambió de opinión y pidió a la corte que forzara a la esclava para que volviera a casa y trabajara exclusivamente a su servicio. Esta petición fue negada y la mujer pudo proseguir su compra[48]. En 1825, la esclava Estéfana García protagonizó otro caso, demostrando en él una gran dosis de dignidad. Sin criticar a nadie, explicó que ella siempre había pagado al Banco de Manumisión tres pesos semanales, uno para ella, y dos para sus dos hijos. Cuando logró ahorrar 100 pesos, su ama le ofreció la libertad, con la condición de que el Banco pagará los 200 pesos que restaban para cubrir el costo. Sin embargo, el Banco propuso que Estéfana siguiera pagando semanalmente. La dueña entonces prefirió retener a Estéfana. La corte decidió por fin que el Banco comprara su libertad para Navidad, y que, mientras tanto, Estéfana pagara un jornal diario a la Señora. En los peores casos los dueños no eran simplemente egoístas, sino también tramposos. En cierta ocasión tres hombres esclavos habían dado dinero para que sus tres esposas compraran la libertad. El amo robó los documentos y trató de venderlos a otro propietario de esclavos. Por suerte, una de las mujeres había escondido su recibo, si bien nunca admitió en dónde, evitando así que el amo pudiera quitárselo[49].

El pago de la última cuota, con la que se conseguía el documento de libertad, siempre era un momento propicio para la celebración. Muchas veces, las mujeres que lo lograron, fueron primero a buscar a sus esposos para que las acompañaran a saldar las cuotas[50]. Era una ocasión para compartir.

¿Y qué venía después? Como jornaleros libres tenían que enfrentarse a diario con los problemas en que estaban inmersos la gente más pobre de la ciudad -suelos de lodo con sus niguas y otros insectos, los incendios, la falta de agua, a veces la falta de trabajo y de comida... Los negros, junto a los mulatos y zambos que parecían negros, no podían trabajar en cualquiera empresa. Según la costumbre, para ellos estaban reservados ciertos tipos de trabajo. Se ha publicado una lista de los negros libres de Guayaquil, en 1832, que tenían origen barbacoano: Pablo Cuero, 30 años, sirviente en la casa de José María Villamil; Joaquín Preciado, dueño de la chingana por la Iglesia de la Concepción; y Crisóstomo Caicedo, sirviente en la misma chingana[51]. Esta lista es bastante representativa del trabajo al que los negros tenían acceso.

Las mujeres, por su parte, tenían que escoger entre las tareas domésticas y el trabajo de brindar diversión a otros. Podían trabajar como criadas o montar un negocio de lavar ropa, preparar pan, cargar agua, etc. Si no, ofrecían diversión bailando, cantando, jugando, o trabajando como prostitutas. Una mujer, que logró un relativo éxito en esos terrenos, llegó a ser la dueña de su propia chingana. (Ella vivía en los cuartos de arriba, y tenía quien la ayudara)[52]. Pero otro grupo de negras que intentaron abrir una chingana tuvieron conflictos con los vecinos, por los escándalos que provocaban sus fiestas nocturnas[53]. Para una mujer de esta clase, en definitiva, existían pocas alternativas. Con algo de suerte, era posible casarse con algún artesano. Algunas muy talentosas llegaron a hacerse parteras y se ganaron algún respeto[54].  




Negros bailando en Sevilla en un fragmento del cuadro 'Carro del aire', pintado por Domingo Martínez hacia 1748.


Los hombres también servían como sirvientes y chinganeros, pero además podían trabajar como jornaleros donde fuera necesario -cargando, construyendo, guardando, etc. Podían emplearse como aprendices de ciertos artesanos. Tradicionalmente, por ejemplo, la mayor parte de los obreros de los astilleros eran negros y mulatos[55]. No se conoce cuál era su porcentaje en el período estudiado pero se sabe que eran todavía bienvenidos en ese campo -sobre todo cuando a causa de la guerra escaseaban. Por ejemplo, no importó que un zambo fuera acusado de haber violado a una mujer blanca: le dieron trabajo en el astillero[56]. Existen también numerosas referencias a los que trabajaban como zapateros. Pero no se podía dar por seguro que cualquier negro pudiera trabajar en el Astillero o en una zapatería. Era necesario conocer previamente a un maestro y trabajar para él[57].

Las oportunidades que existían fuera de las chinganas y las casas privadas eran raras. Algunos cometían delitos y si la policía los agarraba terminaban enfrentándose con una irónica realidad: los criminales esclavos eran menos castigados que los negros libres, en virtud de que los amos no querían sacrificar sus propiedades. A los libres nadie les protegía[58].

No es que los clasificaran siempre por raza. No es que el nuevo gobierno construía barreras muy obvias. La situación era demasiado complicada. Pero todo el mundo sabía que la gente de color estaba destinada al más duro trabajo y era poco respetada. En la corte, un blanco denominaba a su oponente “el zambo zapatero” en vez de “zapatero”, o “esa negrita” en vez de “esa señora”.

Pero los que fueron esclavos nunca se rindieron. Entablaron pleitos con una frecuencia impresionante. Hablaron muy claro cuando fue necesario y no tuvieron miedo de usar el sarcasmo. Angela Batallas se acordaba de lo que hizo su ex-amo cuando ella estuvo embarazada: “[El] trató de mandarme a Cuenca para que allá fuese a parir por el ridículo reparo de no perder su honor- del que hace tanto aprecio”[59]. Los que fueron esclavos entendían lo que significaba el honor de un hombre que había sido propiedad de otro ser humano. Y aunque sufrían de mucha pobreza, no tenían demasiado miedo del futuro. Poseían su libertad, y a un costo indescifrable.    

*Doctora en Historia. Profesora titular de Historia en la Rutgers University.

Artículo publicado originalmente en Procesos, Revista ecuatoriana de Historia. No. 4, 1993. Corporación Editora Nacional, Quito.

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NOTAS:


[1] Archivo Histórico del Guayas (AHG), Banco Central de Guayaquil, Documento No. 5996.
[2] AHG, documento No. 769.
[3] Michael Hamerly nos da la estadística de 7,7% para el año de 1825 en la ciudad de Guayaquil. Historia social y económica de la antigua provincia de Guayaquil, 1763-1842, (Guayaquil, Banco Central del Ecuador, 1987, p. 92). En los padrones de 1832 que se encuentran en el archivo de la Biblioteca Municipal de Guayaquil aparecen detalles maravillosos sobre la parroquia de la Matriz. Se puede contar cada residente de cada manzana.
[4] En los documentos de la corte, un blanco comúnmente puede identificar a un esclavo como al criado de un vecino, pero sin poder proporcionar su nombre.
[5] AHG, documentos No. 776 y No. 6237.
[6] AHG, documento No. 608.
[7] AHG, documento No. 6222.
[8] La mayor parte de jefes de familias libres de sangre africana eran mulatos en aquel tiempo, lo que no significaba que todos los padres blancos liberaran a sus hijos mulatos, puesto que en 1846 existían todavía casi 5.000 "mulatos esclavos" en la provincia. Julio Tobar Donoso, "La abolición de la esclavitud en el Ecuador", en Boletín de la Academia Nacional de Historia, Quito, enero-junio 1959. Véase también Fernando Jurado Noboa, "Demografía y trascendencia del grupo africano en el Guayaquil de 1738", en El negro en la Historia, Rafael Savoia, coordinador, Centro Cultural Afro-Ecuatoriano, 1990.
[9] Michael Hamerly (op. cit.) demuestra que este cambio sucedió en toda la región, y las observaciones de los viajeros indican lo mismo. W.B. Stevenson, quien viajó antes de la independencia, señaló: "The inhabitants are composed of all the different classes which are found in the various towns of South America, but there is an excess of mulattos". Mientras Adrian Terry y Joaquín de Avendaño, que viajaron en las décadas de 1830 y 1850, comentaron que existían muchos mestizos y zambos.
[10] AHG, documento No. 500 (un papelito incluido que no tiene que ver con el resto del documento).
[11] Julio Tobar Donoso (op. cit.) Mariano Fazio Femández, Ideología de la Emancipación guayaquileña, Guayaquil, Banco Central del Ecuador, 1987, pp. 105-115.
[12] AHG, documento No. 1546, p. 11.
[13] Ibid, p. 11. También AHG, documento No. 698, p. 10.
[14] AHG, documento No. 6237.
[15] AHG, documento No. 6219.
[16] AHG, documento No. 609.
[17] Archivo de la Biblioteca Municipal de Guayaquil (BMG), volumen 104, Causas Criminales.
[18] AHG, documento No. 3471. Véase también Julio Tobar Donoso, p. 14.
[19] AHG, documento No. 985. Se habla de esta causa en la obra de Mariano Fazio (op. cit.).
[20] El Patriota de Guayaquil, 10 de marzo de 1827.
[21] AHG, documento No. 894.
[22] Ejemplos de estos precios se encuentran en varios documentos en el AHG: Nos. 467, 698, 776, etc.
[23] AHG, documento No. 1546, p. 17.
[24] AHG, documentos No. 467, No. 698, No. 776.
[25] AHG, documento No. 6219.
[26] Hamerly (op. cit.) nos da las estadísticas. Este asunto quizás indique un cambio profundo al fin de la Colonia, lo que merece un artículo aparte.
[27] AHG, documento No. 696.
[28] AHG, documento No. 6247.
[29] Un ejemplo en 1825 se encuentra en el AHG en el documento No. 776; otro de 1836 en el documento No. 4321.
[30] Archivo de la BMG, Volumen 77 (1828).
[31] AHG, documento No. 1198.
[32] AHG, documento No. 1418.
[33] AHG, documento No. 3477. El Patriota, 1 febrero de 1832.
[34] Unos ejemplos en el AHG: documentos No. 894 y No. 1546, p. 4.
[35] El Colombiano del Guayas, 7 de enero de 1830.
[36] La mayoría eran hombres, pero se encontró una mujer también.
[37] AHG, documento No. 1454.
[38] AHG, documento No. 609.
[39] AHG, documento No. 6145.
[40] Archivo de la BMG, volumen 61 (1826). Después de esta fecha, se encuentran varias referencias a la recolección de estos impuestos, pero todavía en 1830, la gran mayoría de los casos estaban "pendientes" y no "pagados": Archivo de la BMG. Volumen 98 (1830).
[41] El Patriota de Guayaquil, 6 de enero de 1827.
[42] Archivo de la BMG, Volumen 71 (1827).
[43] AHG, documento No. 6196.
[44] AHG, documento No. 672.
[45] AHG, documento No. 501.
[46] AHG, documento No. 698.
[47] AHG, documento No. 769.
[48] AHG, documento No. 1484.
[49] AHG, documento No. 784.
[50] Un ejemplo sale en AHG, documento No. 1546. p. 70.
[51] Fernando Jurado Noboa, Esclavitud en la Costa Pacífica, Quito, Ediciones Abya-Yala. 1990, p.424.
[52] AHG, documento No. 549.
[53] Archivo de la BMG, Volumen 104, “Causas Criminales”.
[54] Una de ellas sirvió como testigo, documento No. 467, AHG.
[55] Lawrence Clayton, Los astilleros del Guayaquil colonial, Guayaquil, Archivo Histórico del Guayas, 1978.
[56] AHG, documento No. 597.
[57] AHG, documento No. 769.
[58] Un ejemplo aparece en la causa del documento No. 3532, AHG.
[59] AHG, documento No. 698.


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